Ramón Ayala nació en el pueblo de Garupá, 15 km al sureste de Posadas (capital de la provincia de Misiones), frente al río Paraná, frontera con Paraguay. Es hijo de Umbercindo Cidade, un argentino nacido en Yapeyú (Corrientes), que fue cónsul argentino en São Borja (Brasil). Después se dedicó a los negocios de panaderías y proveedurías al por mayor, en Santo Tomé (Corrientes). El mayor de cinco hermanos que a los cuatro años de edad se mudaron de Santo Tomé (Corrientes) a Posadas.
Al morir su padre vivieron los cinco niños con su madre en una casa que pertenecía a la familia Grau, en la calle Rademacher en Villa Urquiza (barrio de la ciudad de Posadas).
Cuando era niño se mudó con su madre a la ciudad de Buenos Aires. Siempre se interesó en las canciones regionales guaraníes. A los 14 años comenzó a tocar la guitarra.
Se relacionó con el músico Herminio Jiménez (creador de guaranias y creador de la Orquesta Folclórica de la Provincia de Corrientes). Comenzó tocando con el mendocino Félix Dardo Palorma y los correntinos Rulito González y Damasio Esquivel. Con este último chamamecero debutó en radio Rivadavia y el Palermo Pálace. Desde allí comenzó a trabajar con Emilio Biggi, Juan Escobar, Samuel Aguayo, Mauricio Valenzuela y otros. Trabajó en el grupo musical de la cantante catamarqueña Margarita Palacios. Viajaron por el Noroeste Argentino y la Patagonia. Más tarde cantó y tocó la guitarra con Arturo Sánchez y Amadeo Monjes, en el trío Sánchez-Monjes-Ayala.
En 1960 aprox. creó el ritmo gualambao, en compás de 12/8, con la idea de darle un estilo propio y único a su provincia (ya que Misiones carece de un ritmo peculiar).
En 1962 viajó a Cuba, invitado por el Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos. Allí pudo conocer al Che Guevara, y comprobar que su canción El mensú había sido cantada en los fogones revolucionarios de la Sierra Maestra, durante la Revolución Cubana (en 1958-1959).
Luego, por espacio de diez años, viajó por España, Suecia, Francia, Italia, Rumania, Chipre, Uganda, Kenia, Tanzania, Líbano, Turquía, Kuwait Irak, las islas de los pescadores de perlas en el golfo Pérsico, Irán, Persépolis, Kurdistán (donde visitó la iglesia de los adoradores del diablo), Baréin y otros países del Oriente Medio, realizando recitales y muestras de pinturas.
En 1976 publicó su primer disco, El mensú.
Desde 1978 vive en el barrio de San Telmo, en Buenos Aires, con su esposa María Teresa.
Es impulsor de un ritmo popular denominado gualambao, está formado por dos ritmos de polca encadenados por una permanente síncopa que le confiere una fisonomía particular. Es el único ritmo en Latinoamérica que se escribe en compás de 12/8 (doce octavos), es decir que cada compás posee 12 corcheas distribuidas entre 4 tiempos.
Ramón Ayala: La voz del monte
Aún hoy, cuando su obra vive un período de revalorización, Ramón Gumercindo Cidade trabaja mirando el porvenir. Artista elemental para entender el cancionero argentino, caminó toda su vida un pasito al costado del mundo. Desde su nacimiento en Posadas hasta la invención del gualambao en un colectivo porteño, pasando por su peregrinaje de diez años a través de Europa, África y Medio Oriente. Un viaje al corazón del mensú.
Por Martín E. Graziano (Revista La Pulseada)
“Estoy acosado por el futuro”, dice Ramón Ayala. Y el hombre, que ya cumplió 84 años intensos y viene de una operación de vesícula, no exagera. Atención: este que abre la puerta es –según su acta de nacimiento- Ramón Gumercindo Cidade, el autor de piezas elementales de nuestro cancionero como “El mensú” o “El cosechero”. El muchacho de Posadas que, como tantos migrantes internos de los ’40, llegó a Buenos Aires con su familia en busca de trabajo. El tipo que, a medida que forjaba su oficio de cantor, fue poblando su propio universo poético: realismo mágico del monte misionero, lleno de trabajadores místicos, duendes, mujeres preciosas, animales de la noche y grandes murallas vegetales. El juglar que recorrió el mundo a bordo de sus canciones y, decidido a crear un género para su provincia, desarrolló un complejo ritmo selvático que bautizó como gualambao. El compositor que cantaron Mercedes Sosa, Ramona Garlarza y Horacio Guarany, pero también eligen artistas flamantes como Juan Quintero & Luna Monti, Pablo Dacal, Cecilia Pahl y Tonolec. El artista que Liliana Herrero tomó de la mano para recorrer el Litoral.
Sin embargo, en lugar de dormirse en los proverbiales laureles, Ramón prefiere no cargar con su pasado como una mochila. Fiel a su espíritu trashumante, anda liviano como un derviche y esta mañana la pasó pintando en la casa de una amiga. Ahora mismo no sólo está estudiando canto y guaraní (promediando la entrevista, dará una breve lección sobre las diferentes inflexiones de la i guaranítica), sino que acaba de mandar a construir una nueva versión de su guitarra de diez cuerdas y en septiembre planea inaugurar un Centro Cultural en su propia casa. Además, hace los últimos ajustes para una exposición de sus cuadros en el Museo Quinquela Martín de La Boca y se encuentra trabajando codo a codo con el fotógrafo Marcos López en una película sobre su propia vida. Como si eso fuera poco, tiene contra las cuerdas tres libros que esperan su edición. Por un lado, su viaje autobiográfico titulado Confesiones a partir de una casa asombrada y el volumen de relatos reunidos como Cuentos del archivo del horror. Por otro, un ambicioso poema familiar y épico que reconstruye el relato de su abuela, Doña María Morel. Su título, como sugiere Ramón, “es medio garciamarqueano”: Las historias de la abuela o la guerra grande. “La abuela empieza a contar una historia y desemboca en la Guerra de la Triple Alianza –explica-. Se acuerda del abuelo, que con 14 años huyó herido de bala de las trincheras del Mariscal López junto a otro compañerito que se llamaba Cambacho. Eran hijos de milicos que escapaban y, a orillas del Paraná, encuentran una chalana. Huyen hacia Corrientes, donde los reciben las matronas, se curan y rajan de nuevo para que no los encuentren y los metan de nuevo en el conflicto. Entonces se van a Loreto, una localidad cercana a Posadas. Ahí crece con el rumor de los monos carayá y los habitantes de la noche. Luego se casa con una muchacha y de ese árbol nacimos nosotros”.
Ramón se incorpora y propone recitar los primeros versos. Alza su mirada y, de su boca, llega una voz que parece propulsada por un viento bíblico. “Doña María tiene 84 años / pájaros en las manos y una luz de acontecer / y aunque sus ojos no ven lleva el corazón despierto / una guitarra de sueños, palabras de los caminos / sabor de tiempos vividos y aromas del sentimiento. / Su cara de anchas arrugas es como la tierra madre / tiene colinas y valles y arroyos de aguas profundas / A veces toda dulzura canta el pájaro del alma / se le enciende la mirada y en el telón de la sombra / hay un monte que se ahonda y una lágrima lejana”.
— Los artistas con una fuerte impronta regional suelen reconocerse con el desarraigo. A usted le tocó muy temprano partir de Misiones hacia Buenos Aires. ¿Cómo fue ese proceso?
— Yo soy el hijo mayor de cinco hermanos y el único sobreviviente. Murió mi padre, mi madre, mi hermana y mis tres hermanos… yo sigo vivo y cada vez más joven. Estoy tan fantástico que empiezo a asustarme (risas). Mi padre murió en un hospital de Misiones de tiricia -como le dicen a la ictericia-, que se vuelve todo amarillo. Entonces mi madre y tres de los chicos nos vinimos a Buenos Aires. Dos quedaron en Misiones. Eso sería por el ’35 o ’36. Vinimos y claro, ingresé a la vida de Buenos Aires como vendedor de diarios, como repartidor de programas para el cine. Un callejero, digamos. Después fui a parar a un Patronato de la Infancia en Villa Devoto. Fijate vos, ya tenía contactos con el futuro, porque fui a Devoto mucho antes de ser ladrón (risas). Después nos fuimos un tiempo a vivir a Dock Sud. Ahí había un señor que trabajaba en el ferrocarril, entonces le daban pasajes de gracia. Una vez conseguimos un par de pasajes a Misiones y me fui con él para ver a mis hermanos y reencontrarme con el paisaje. Ya empecé a tantearme con la tierra, con las imágenes que traía puestas desde chico. Yo me acordaba todo de Misiones y de sus duendes. Allá yo había vivido en una casa asombrada -como le dicen a la casa embrujada-, donde había un Pombero adentro… un duende. No sé si a esto se deberá mi condición, porque para asomarme a todos estos misterios del arte hay que ser medio duende.
—¿Ya tocaba la guitarra, por entonces?
— Ahí en Dock Sud estaba la casa de un turco, que tenía un hijo con vocación de guitarrero. Era una vocación muy epidérmica: pasó la ráfaga y se acabó, pero quedó la guitarra. Una de esas guitarras hechas para tocar y para pelear (risas). Una de esas guitarras bien primarias: madera de cajón de manzana, clavijas de madera y cuerdas de alambre, de acero. Y un día veo que el tipo estaba lavando la guitarra ¡en la pileta! Entonces yo le digo a mi mamá: “este va a romper la guitarra, este es un loco, no merece tener ese instrumento… ¿por qué no me la comprás, mamá?”. Y mi mamá se la compró por tres pesos. Te lo juro. Yo cuidé que la guitarra se secara bien a la sombra, y empecé a tocar. Lo primero que saqué fue el tango “Mano a mano” y una milonga que hablaba de una mujer que le metía los cuernos al tipo: “una noche iba rumbeando pa’l ranchito de mi china / y vide un bulto en la esquina que hasta hoy me tiene penando / Falucho estaba ladrando en forma desesperada / le eché una fuerte mirada / y tan solo pude ver una sombra al parecer / que juyó a la disparada” (N. del A.: “El rebenque fatal”). Yo era un pendejito, pero ya dibujaba. Tengo los cuadernos con dibujos de ese tiempo, que vos te vas a sorprender, porque ni ahora puedo hacer esos dibujos. Yo estuve estudiando en el colegio Quinquela Martín por un tiempo.
— ¿Cómo se fue acercando a los schotis, la canción litoraleña, las guaranias y el chamamé?
— Bueno, en el primer tiempo no existía el chamamé en Misiones. Lo más parecido que recuerdo era una cancioncita paraguaya que decía: “sobre una loma muy pintoresca se halla Posadas, / acariciada por la ribera del Paraná…”. Una polka, aún no es chamamé. De ese tiempo, no tengo ninguna presencia de obra chamamecera. Lo único que recuerdo es una banda o, como le llaman ellos, una retreta… La retreta también es una voz del ejército que se toca en un momento determinado, a lo mejor cuando baja la bandera o algo así. Y tocaban una música del Paraguay, que decía “campamento se rodeo, catorce quince batallón… ”. ¡Venían de la guerra! ¡Reminiscencias de la guerra de la Triple Alianza! Así que soy un emergente de todos esos acontecimientos. Recién estoy hilvanando: yo soy todo eso, cruzado con Pombero, cruzado por duendes, cruzado por el paisaje. Mirá, yo soy un tipo de una gran intuición. Aprendo por osmosis. Me apego a los acontecimientos y le saco lo esencial. Y siempre trato de apegarme a los grandes maestros para aprehender de ellos. Así, por ejemplo, me atrajo Neruda, Machado, Nicolás Guillén, Manuel J. Castilla. Mis maestros. Fui observando cómo trabajaban la palabra y fui creciendo en esa búsqueda. Y creo que algo he logrado con el tiempo: por lo menos, la síntesis. El tratar de decir cosas sustanciosas y escaparle a las florituras, a los meros adornos. En todos los órdenes, ir a lo esencial. En la obra no tiene que sobrar una sílaba. Tiene que estar puesta en el sitio y en el momento indicado, para expresar lo justo. Nada más. Todo lo demás, sobra. Yo tengo una canción que se llama “El cachapecero”, que dice (canta): “algo se mueve en el fondo del Chaco Boreal / sombra de bueyes y carro / buscando el confín / lenta mortaja de luna / sobre el cachapé / muerto el gigante del monte / en su viaje final. / Vamos tigre, / toro, chispa, guampa!…”. Y la música acorde con el tema: ese “aaalgoooo” va imitando el ruido del eje. Y la gravedad donde canto eso del “Chacho Boreal”, ¡es la grandiosidad del monte!
— El paisaje es decisivo para el temperamento. El hombre de la pampa es menos supersticioso porque ve el horizonte y tiene claro por dónde sale y se pone el sol.
— Claro. También es un hombre más dentro de sí, solo con el paisaje. La milonga es eso, ¿no? Yo tengo una canción que se llama “Coplas sureñas” y pinta clavado eso. “soledad, camino y piedra / bardas, jarilla, distancia / llanto del viento que pasa / aguijoneándome el alma / Oro del cielo sureño desparramado por el suelo / y entre monedas de piedra / la tierra tiende su sueño / cabalgando el horizonte / parecen embrujadas torres / por donde sube el petróleo / esperanza de los hombres / ilusión que se desangra del mar a la cordillera / mientras quema el fuego negro / las entrañas de la tierra / corazón de mi guitarra / suelta tu copla en el aire / pa’ que se llenan de magia las casitas y las calles / en donde viven los hombres / en el alto y en el valle”. Una mujer de la Patagonia me preguntaba cómo lo había logrado: “yo hace tanto tiempo que estoy y no he podido escribir nada de la Patagonia”. Justamente, es bueno venir con el ojo fresco. Muchas veces la gente vive dándole la espalda a su propio paisaje y no ve un corno. Por ejemplo en Misiones, durante años han vivido dándole la espalda a su provincia: mirando hacia Brasil, hacia Paraguay o hacia Corrientes. Eso es falta de mirar para adentro, porque si mirás para adentro te encontrás con vos; y eso a veces te da miedo.
— En el caso del sur, es notable que durante años no se haya instalado una tradición fuerte. Con ese paisaje tan tremendo.
— ¿Sabes qué creo? Falta astucia, falta ímpetu, falta el asombro del creador. Porque hasta en el desierto encontrás un universo. El universo de los camellos, de los piratas, de los tipos que han pasado por ahí y han dejado sus improntas, que han volado con las ráfagas de los vientos y a lo mejor ahora serán un médano, una falda o se habrán perdido en el mar. Si empezás a volar, encontrás todo. ¡Y lo que estará latiendo debajo de ese ripio patagónico! Los bosques petrificados, los pájaros de piedra, los galeses… ¡un universo tenés ahí! Pienso en las costas de la Patagonia y en que casi no hay canciones al mar. El mar está allí como una figura decorativa, cuando es un monstruo inmenso, desconocido, misterioso. Falta la capacidad de asombro, el misterio que tiene que habitar dentro del hombre. Por ese motivo es que no lo ven. Tampoco me explico cómo en Buenos Aires no se parió un canto al Río de la Plata. Ese mar dulce, acontecimiento único en el planeta… alimentado por el litoral que trae pajarerías, y animales, y camalotes, y sonidos de la selva para morir al río.
— ¿Y cuándo empezó a componer Ud.?
— En Dock Sud me había enamorado de una muchachita. Una muchachita que ya ni recuerdo el nombre, pero tenía cierta concomitancia con Silvana Mangano, esa actriz italiana. Era una criatura hermosa que me sobrepasaba, que estaba muy por fuera de mi alcance. Yo la veía a la distancia, entonces empecé a componerle algunos versos para conquistarla.
— Esos versos, ¿dieron resultado?
—El resultado fue sólo el arte, el aporte que hizo a mi despertar como poeta (risas). Luego ya ingresé a la cuestión de la selva y el monte. A los recuerdos de provincia, porque ya componía esas cosas estando aquí. Dicen que el árbol a uno le tapa el monte… en mi caso, esa distancia me permitía ver con claridad.
El viaje
Antes de su largo viaje -que arrancó en 1967 como una breve estadía española y se extendió a lo largo de diez años, desde un concierto al pie del Kilimanjaro hasta una tribu de adoradores del diablo en Kurdistán, pasando por su estadía con los pescadores de perlas en Bahareim y los hielos de Suecia-, Ramón Ayala pulió su oficio. Como diría Bob Dylan, aprendió bien su canción antes de cantarla: con paciencia de artesano y una intuición salvaje. Primero uniéndose al ensamble de Damasio Esquivel y compartiendo el circuito de bailes y radios con personajes de la talla de Félix Dardo Palorma, Ernesto Montiel, Isaco Abitbol, Samuel Aguayo y José Asunción Flores, el creador de la guarania. Luego, la formación de su trío con Arturo Sánchez y Amadeo Monges en plena escalada del boom folklórico, le permitió recorrer el país y hacer su propio relevo de todo el mapa folklórico. Sobre esa experiencia comenzó a edificar su propia lectura de la canción litoraleña.
— Usted ingresa en el mundo profesional tocando con Damasio Esquivel. ¿Cuál era su función en el grupo de Damasio?
— Tocaba la guitarra y cantaba. Debuté con Damasio en el Palermo Palace -de Godoy Cruz y Santa Fe-, y ese día me llevaron preso. Un rato antes había tocado en el Monumental de Nazca con Rulito González, un acordeonista de música correntina. Después fuimos al Palermo Palace y a las cuatro o cinco de la mañana, cuando salimos del baile, estábamos con unas chicas riéndonos por Juan B. Justo. Ahí terminaba la seccional a la que correspondía el baile, que pagaba su coima a la comisaría. Yo estaba al otro lado, desprotegido de coima… Por entonces ni siquiera sabía qué era una coima. ¡Tenía 18 años! Pasó la patrulla y nos llevó a todos. El domingo me largaron a las 4 o 5 de la tarde y fui del calabozo otra vez al baile para tocar. Un tiempo después hice una gira con Margarita Palacios, desde Catamarca hasta Tierra del Fuego. Ahí, a medida que me iba contactando con el paisaje de todo el país, empecé a recorrer todo el mapa folklórico. Recuerdo que por entonces ya tenía una zamba que se llamaba “Zambita de la oración”, a la que le había encajado una síncopa no muy común. Una pizca de Litoral.
— ¿Cuándo empieza a desarrollar su forma de canto?
— Considero que no he sido agraciado por la naturaleza con una voz generosa, porque el organismo tiene elementos musculares de la fonación que te permiten proyectar tu voz, siempre que sea una voz humana… y en ese tiempo tenía una voz más bien canina (risas). La verdad es que tuve que pensar mi voz. Con el trío Sánchez-Monges-Ayala utilizaba una voz de garganta. Iba solo bien arriba, era la primera guitarra y la voz que le daba la tónica al trío -aunque Monges tenía la mejor voz-. Pero después, ya estando solo con mi guitarra, consideré que tenía que tener una voz más íntima y también más lanzada. Mi canción es vigorosa, tiende al ímpetu, entonces intenté salir de la voz de garganta y darle más potencia desde el diafragma. Sin ir al tenor tenía que desarrollar la voz, y me di cuenta que podía naturalmente tener un sonido propio. Y surgió esta inflexión, que también tiene que ver con la secreta intención de lograr la voz de una región determinada. Tenía que ser una voz misteriosa como el monte, que hasta tuviera eco.
— El gualambao también es fruto de la voluntad. Incluso de la voluntad por inventar y buscar una señal que identifique con la tierra. ¿Por qué?
— Eso fue en el ‘58, cuando estaba con el trío. Ya me había iniciado en el camino de la creación y había compuesto “El mensú” y algunas otras canciones. ¿Por qué? Por falencias. No me explicaba cómo no había un ritmo propio del misterio verde. Entonces, como andaba todas las tardes en el ómnibus Río de la Plata, me sentaba al fondo y en esos sillones altos empezaba a golpear buscando un ritmo. Me preguntaba, ¿cómo es posible que Corrientes tenga su música, Entre Ríos su chamarrita, el norte sus bagualas, la ciudad el tango, Santiago la chacarera, los de Cuyo sus tonadas… y Misiones -que es un aglutinamiento de sonoridades en la puerta del subtrópico- está ahí muerta? Todos sus ocupantes están mirando para otro lado, y ponen sus esfuerzos, sus elucubraciones mentales, hacia el schotis, el chamamé o la música de Paraguay. Mirá, para ser original hay que hacer exactamente lo contrario a lo que hacen los demás. Y como los demás no hacen nada, cualquier cosa que hagas es buena. Cualquier trinchera cultural y folklórica, por pequeña que sea, es importantísima ante el aluvión y las mega-compañías que luchan por imponer sus músicas. Yo soy admirador de Pink Floyd, de Freddy Mercury y de otros, pero no vendo el alma al diablo. Primero nuestra música y después lo extranjero. Pero aquí es al contrario: primero lo extranjero y después nada. Tiran al diablo su propia identidad. ¿Qué será el día de mañana? ¿De dónde viene usted? Dígame algo de su música, de su tierra. Que el tipo cabal, inteligente, que viva en un país de maravilla, único en el planeta, con cuatro climas simultáneos y un caleidoscopio de ritmos que van de la chacarera al gualambao, y no pueda decir nada de su tierra… Entonces, antes que nada, pongo todos los esfuerzos humanamente posibles en función de exaltar la maravilla y la alegría de haber sido parido en esta porción de tierra del planeta. Analizá esa fatalidad y te das cuenta que es un señalamiento de Dios.
— ¿Por qué se abrió del trío con Sánchez y Monges?
— Porque empecé a ver que tenía una perspectiva que no entroncaba con el trío. Hay que recordar que, con el trío, cantábamos desde tango a guaranias, música del Paraguay, música india y hasta algún bolero. Pero yo ya había empezado a crear y vislumbraba otros paisajes para mí. Otras necesidades, que no compartíamos con los muchachos. Ya vislumbraba mi camino, mi razón de ser. Por eso me largué solo, con la guitarra y yo, nomás. Fue en el ‘58 o por ahí.
— Poco después de la Revolución Cubana hace un viaje hasta La Habana.
— ¡En ese viaje lo conocí al Che! Fue a comienzos de los ’60, invitado por el carácter social de mí obra para participar del Festival de la Canción de Protesta. “El mensú”, como “El arriero” eran dos gritos sociales, dos obras cuestionadoras que funcionaban como columnas de ese tipo de música. Después vino “El cosechero”, que también tiene su dosis social. Ya tendía a una canción esperanzada por el futuro del hombre cuando la noche mala de los poderosos pasara… que tarda en pasar. Me traje un recuerdo luminoso de Cuba. En principio, porque había una alegría total en la gente. Notaba que había una posesión de su estado, de su país y de su modo de vivir. Como un descubrimiento. Era como una fiesta.
— En 1967 decide irse de viaje, aún durante el boom del folklore. ¿Por qué?
— Es que yo no tenía conciencia de ese auge del folklore. Para mí, el folklore siempre existió, como existe ahora. Nunca he tenido conciencia de los picos y baches que hay. Para mí, siempre ha sido igual. Yo estoy en mi propia salsa, una continuidad de trabajo, una ansiedad y un vértigo de producción y creación. Hoy mismo, antes de que vinieras vos, estaba pintando. Es mi viaje. Y todo lo que ocurre alrededor, si es beneficioso, bienvenido. Y si no, qué vamo’ a hacer, hay que seguir.
— ¿Cómo se produce la posibilidad de viajar?
— Conocí una muchacha en Mar del Plata, en la peña El Mensú que tenía en la Galería Continental. Se llamaba Lena Drucaroff, y había sido locutora de la BBC para América Latina. Me acuerdo que se arrimó y me dijo que mi musicalización del “Poema n° XX” era una audacia y una desubicación (risas). Entonces me presentó a su esposo y me propusieron viajar a Uganda: “voy a gestionar para que usted pueda venir… allá hay un hotel muy importante y otros hoteles regionales donde podemos organizar”. Yo lo tomé como quien te propone ir a Groenlandia a altas horas de la noche: “pero debe hacer mucho frio, ya me veo que tengo que ir a construir un iglú” (risas). Después surgió el viaje a Cuba y, una vez que se acabó ese periplo, fui primero a España. Estuve por Orense, por las regiones gallegas en calidad de tocante y cantor porque me había conseguido un contrato. Yo vivía en un hotel de esos con guardianes portando unas llaves grandotas tipo San Pedro. Mi cama estaba en una especie de buhardilla, sobre una baranda del primer piso, entonces el tipo me llamaba a los gritos: “¡Ramón Ayala! ¡Hombre, que te vas para Tanzania! ¡Que ya tienen la pasta!”. Así conocí el mundo: estuve en la iglesia de los adoradores del Diablo, en Chipre, en Rumania, Kenya, el Golfo Pérsico, en todos lados.
— Allí arranca un largo viaje que se prolonga por diez años en tierras extrañas. ¿Cómo recibían su música?
— Había un respeto, pero básicamente yo era un tipo exótico. Imaginate: iba con sombrero, botas. No se sabía muy bien qué era… un paisano que venía de la selva, o de las pampas, o de la montaña. Era un habitante que venía de las inhóspitas tierras de América del Sur. No sabían nada, como tampoco acá se sabía nada sobre países como Liberia… ¿Qué sabemos? ¿En qué parte de África está? ¡Si no tenemos la más puta idea de cómo es la Argentina! Sabemos qué calzoncillo usaba Michael Jackson, pero no tenemos idea de Cuyo. Por ese motivo es que estamos tan enajenados. Y a mí me duele este país, hermano. Sinceramente. Y me duele más la gente que anda en pelotas con respecto a su propia tierra. Eso es soberanamente triste. Triste, triste, triste… Por eso cuando estás de viaje llevás una lágrima. Ahí te das cuenta de la magnitud de sentirte parte de un país y estar lejos. Porque es el único salvavidas, es el cordón umbilical.
— Durante sus diez años de viaje pasaron muchas cosas en el país. Muchas convulsiones que derivaron en el Proceso, por ejemplo. ¿Sabía lo que estaba pasando acá?
— No, no tenía ni idea. Estaba divorciado totalmente, en otro mundo. En mi ser tengo una suerte de acomodamiento mental… Mirá, si te cuento que a veces he extrañado una habitación de hotel. Me he ido de una habitación como si dejara un ser querido. Pero siempre tenés un universo que te espera y un universo que dejás atrás. Fijate vos que ahora me fui de una casa muy linda donde viví durante treinta años en San Telmo, y no me acuerdo en absoluto de nada. Debo haber condicionado a mi mente para no sufrir. Me he obligado a cortar todos los cables. Debe ser que la mente lo hace para protegerse.
— ¿Y cómo fue ese regreso?
—Cuando todo el mundo se iba al exilio, yo estaba llegando. Siempre a contramano, qué notable. Y a lo mejor yo tendría que haber muerto, porque muchas de mis obras eran de contenido social. Recuerdo que un amigo había escuchado a un coronel diciéndole: “tené cuidado con ese, que es boleta”. Yo estaba en la lista de los posibles difuntos, o sea que estoy viviendo de regalado.
— En el ‘76 se edita su primer LP, que condensa lo más fuerte de su obra. ¿Qué significa ese disco para usted?
— Como soy un individuo que está permanentemente acosado por acontecimientos vitales de la vida, es sólo un recuerdo a la distancia. Tengo que terminar este libro de la Triple Alianza, otro libro que se llama Confesiones a partir de una casa asombrada -autobiográfico, donde aparecen los duendes, los viajes, la muerte-, y otro libro que se va a llamar Cuentos del archivo del horror. Ya ves, ¡estoy acosado por el futuro! No me doy cuenta cuándo es domingo, cuándo es martes. ¿Sabes por qué? Porque para mí cada instante de la vida tiene un valor sobrenatural. Es un factor de tiempo que hay que llenarlo con cosas vitales y sustanciales.
— ¿Qué siente hoy, que su obra es tomada como referencia por los artistas más notables?
— Lo recibo con profunda emoción. Cuando vos has transitado tu vida en una actitud casi solitaria, en contra de la corriente, esos reconocimientos son para llorar. Es ver crecer una criatura que ha sido parida por vos, una quijotada, un atrevimiento increíble. Porque uno hace cosas impensadamente, lejos de los resultados que pudiera obtener. Lo hace por una necesidad y por una verdad que uno cree que va transitando. Y de pronto se da cuenta que esa verdad se ha convertido en realidad. Ha tomado forma. Y lo veo como tu presencia ahora, que me halaga y me enjoya el alma. Porque esto no es para mí, es parte de un cúmulo de cosas que uno ha andado sin saber muy bien por qué. Ni cómo ha llegado al final vivo… porque andar por las iglesias de los adoradores del diablo, por las zonas de los caníbales y estar vivo todavía para hablar contigo… Quiere decir que uno ha zafado. Y llegar a esta altura de la vida, tener esta pulsación y todavía estar bien con una carrocería decente y esta potencialidad de creación, poder hacer tantas cosas y tener la mente tan luminosa y clara… Te puedo asegurar que hay cosas que me ponen al borde de las lágrimas.
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