Cuando entre nosotros, allá por los 60 del siglo pasado, comenzamos a ver y valorar el cine japonés, dos nombres se instalaron en el imaginario de los cinéfilos cubanos: Akira Kurosawa y Toshiro Mifune. Uno, el gran realizador; el otro, el actor de referencia.
Este primer día de abril marca el centenario del nacimiento de Mifune. Nadie como él encarnó con tanta pasión, fidelidad y probados recursos histriónicos la figura del samurái. De las 150 películas en las que intervino, la mayoría como protagonista, el papel de espadachín guerrero no solo resultó recurrente en su carrera, sino que aportó a sus personajes características singulares.
Si alguien inclinó a Mifune a abrazar el mito del samurái, hay que mencionar a Kurosawa. El joven actor había debutado en 1947 en El rastro en la nieve, de Senkichi Tanagushi, cuando encontró un año después al maestro; con él rodó cuatro películas consecutivas.
El ángel ebrio, en plan de gánster enfermo; Duelo silencioso, representando a un médico; El perro rabioso, puro cine policial; y Escándalo, crítica a la prensa amarilla–, hasta desembocar en Rashomon (1950), la célebre versión de los cuentos del portentoso narrador Ryunosuke Akutagawa.
Cierto que después de esta última experiencia, y tras haberse puesto nuevamente a las órdenes de Kurosawa en su versión de El idiota, de Dostoievski, Mifune recibió su primer papel como samurái en Duelo en la isla Ganryu, de Hiroshi Inagaki; también la vez primera que se metió bajo la piel de Musashi Miyamoto, legendario guerrero del siglo xvii.
Pero sin lugar a dudas Los siete samuráis (1954), de nuevo con Kurosawa, una de sus obras maestras, consagró a Mifune. Su Kikuchiyo, estrafalario campesino que termina creyéndose samurái, junto a los otros seis que deciden jugarse la vida en defensa de una comunidad de aldeanos explotados e indefensos, ha quedado como una lección magistral de actuación.
Los registros de Mifune junto a Kurosawa, sable en mano en la era feudal, alcanzaron notable altura en la pantalla; entre los más recordados Sanjuro, La fortaleza escondida, Yojimbo y la extraordinaria Trono de sangre, recreación nipona de la trágica Macbeth, de Shakespeare. La química entre el director y el actor –rota por desencuentros personales en 1965, luego del estreno de Barbarroja– saltó a la vista en filmes con temáticas diversas, como el muy bien recordado Los malos duermen bien, que hizo época en Cuba.
En 1982, mucho después de haberse distanciado, Kurosawa reconoció al actor con estas palabras: «Mifune tenía un tipo de talento que nunca antes había encontrado en el mundo del cine japonés. Fue, sobre todo, la velocidad con la que se expresó lo que fue asombroso. El actor japonés común podría necesitar diez pies de película para transmitir una impresión; Mifune solo necesitaba tres. Expuso todo de manera directa y audaz, y su sentido del tiempo fue el más agudo que había visto en un actor japonés. Pero también tenía una sensibilidad sorprendentemente fina».
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