Aníbal nació en Buenos Aires el 6 de junio de 1898. Huérfano, desde su adolescencia comenzó a demostrar virtudes como escritor y pensador. Obtuvo la Medalla de Oro de su promoción en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Antes de terminar el colegio ganó un premio por un ensayo sobre Nicolás Avellaneda. Cursó Medicina en la Universidad de Buenos Aires hasta su tercer año, en 1918, cuando un altercado con un profesor, quien lo había aplazado injustamente, hace que interrumpa sus estudios formales y se dedique a la investigación en Psicología, siendo uno de los pioneros en Argentina y en América Latina. En 1920 conoció a José Ingenieros, con quien codirigirá la Revista de Filosofía, haciéndose cargo de la dirección al morir Ingenieros en 1925.
En 1930 fundó el Colegio Libre de Estudios Superiores, en cuya publicación Cursos y Conferencias apareció, en varios números, “Educación y lucha de clases”, obra fundamental, en 1934. Por esos años comenzó a militar en el Partido Comunista de la Argentina y visitó la Unión Soviética. En 1935 fundó la Asociación de Intelectuales, Artistas, Periodistas y Escritores (AIAPE), de la que fue el primer presidente.
Ponce ocupó cátedras de Psicología en varias casas de altos estudios de Argentina. En 1936, cuando su figura estaba en pleno crecimiento, fue exonerado de sus cargos por su adhesión al marxismo y su militancia activa. Decidió exiliarse en México, donde dictó cursos de psicología, ética, sociología y dialéctica en distintas universidades, sin dejar su militancia política. Se unió a la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios de México (LEAR). Finalmente decidió instalarse en la ciudad de Morelia, en el estado de Michoacán, y obtuvo un cargo permanente en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, conocida por su tendencia marxista.
En 1938, en la carretera entre Morelia y la Ciudad de México, un accidente de tránsito le dejó heridas internas que no fueron descubiertas a tiempo, causándole la muerte.
Los deberes para consigo mismo
Cuando el Renacimiento quitó al hombre moderno la tutela del dogma, lo dejó casi a ciegas con el instrumento maravilloso de su propia inteligencia. Había sido hasta entonces una partícula casi indiferenciada de una realidad más vasta y más compleja: el alma colectiva que se reflejaba en él y lo creaba. Sus opiniones y sus creencias, sus sentimientos y sus gustos, veníanle impuestas desde afuera, con una coerción tan violenta que a veces le iba en ello la vida.
El espíritu moderno hallaba, así, en sus comienzos, obstáculos sociales en cierto modo insalvables. La robusta alma feudal se prolongaba de tal modo en la entraña misma de la Edad Moderna, que aún sentimos a veces, en nuestros mismos días, su obstinada fiereza. Para ella la inteligencia no pasaba de ser un siervo más; y si le dejaba de vez en cuando una displicente libertad de niño, no se hacía esperar muy largo rato cuantas veces debía atajarla o reprimirla. El pensamiento se fue desarrollando así con una timidez que lo inhibía, y bajo la mirada vigilante de una sociedad temible ensayaba aquí o allá sus inquietos balbuceos.
Durante siglos, llevó en sus flancos la crueldad de un drama: el drama de quien habiéndose acercado a la verdad, no tiene el coraje de decirla o imponerla. Una carta de Buffon pone al desnudo ese dolor con un cinismo que aun hoy nos avergüenza. “Es necesaria una religión para el pueblo -dice-. En las ciudades chicas, todo el mundo nos observa y es mejor no contrariar a nadie. En todos mis libros he puesto siempre el nombre del Creador; pero para entenderlos con exactitud, no hay más que quitar esa palabra y poner en su reemplazo la potencia de la Naturaleza. Cuando la Sorbona me llamó al orden, no tuve ninguna dificultad en darle todas las satisfacciones que pretendía. Por la misma razón, cuando caiga enfermo y sienta aproximar mi fin, no tendré inconveniente en pedir los sacramentos. Nos debemos al culto público, y aquellos que proceden de otro modo no pasan de ser unos atolondrados. No se debe chocar con las creencias populares, como lo hacían Voltaire, Diderot, Helvecio. Este último era mi amigo; recomendé muchas veces que se moderara, si me hubiera escuchado, habría sido más feliz”.
Acaban ustedes de escucharlo: para ser “feliz” la inteligencia comprendía que era necesario moderarse. Rehuyó desde entonces la verdad peligrosa, envolvió en nieblas la expresión arriesgada, cortó de raíces las inquietudes más altas. Cuando Cuvier le hablaba de sus Revoluciones del Globo, Napoleón le dijo: “Ocupaos de eso, pero no toquéis la Biblia.” No tocar la Biblia seguía siendo a comienzos del siglo XIX la primera prohibición de la inteligencia; la Biblia, no entendida en el sentido literal del libro santo, sino en la significación más amplia que comprende por igual a la Iglesia poderosa que la respalda y a la sociedad conservadora que la apoya. En la advertencia terminante del Emperador, ¿no asoma acaso el mismo espíritu prudente y cínico que dicta al naturalista sus consejos a Helvecio?. Evitar complicaciones, replegarse en límites modestos, no entrar en conflicto con la autoridad: he aquí la gran “sabiduría”.
Sabiduría tímida y mezquina, a buen seguro, pero difícil de mantener no obstante la docilidad y la mansedumbre. La verdad más modesta, ¿no adquiere a veces proporciones enormes? El botánico simple que colecciona yerbas y el astrónomo despreocupado que colecciona astros, no sospechan la repercusión probable del descubrimiento humilde o del hallazgo feliz. Aun en la obediencia y el respeto la inteligencia resulta siempre un arma de dos filos: cuando Colenso descubrió que la liebre no es rumiante, ¿sospecharía ni por asomo que se le impondría en castigo la pérdida de su salario?
¿Cómo aspirar, entonces, a la limpidez de alma del investigador sincero cuando se recela a cada rato las consecuencias sociales de sus opiniones? La inteligencia de hoy, justo es decirlo, no siente como antes la brutal tutela de quien manda Pero no ha perdido del todo su vieja servidumbre. Muchas ligaduras le quedan todavía por romper, y mientras el intelectual aguarde una dádiva, aspire a un favor, cuide una prebenda, seguirá revelando todavía en la marcha insegura y en la voz cortesana el rastro profundo de la antigua humillación. La sociedad tiene hoy otras maneras, menos duras pero no menos eficaces de constreñirlo a su servicio, y bien lo saben por cierto los que tuvieron el coraje de decir la verdad sin antes haber asegurado el pan de toda su vida.
¿No surge de ahí, imperioso y preciso, el primero de los deberes? ¿No salta a los ojos como una condición tal para la inteligencia la de arrancarla a la miseria que sólo enseña a mentir y adular, afianzando su independencia con el propio trabajo, en vez de andar mendigando del Estado la soldada despreciable que le ayude a vivir? La inteligencia, en efecto, no podrá alcanzar la posesión completa sino después de haber conseguido su absoluta autonomía. La obediencia del hombre a sí mismo, que es el fundamento de la razón sin trabas, exige a su vez la única virtud que puede darle vida: el culto de la dignidad personal como norma directriz de la conducta. Nada que pueda merecer un reproche, nada que pueda significar una obsecuencia. Ahogar para eso las ambiciones mezquinas, los anhelos pequeños, el apetito de tantas cosas sin corazón ni belleza. Vigilarse por eso sin piedad, hacha en mano como quien cruza una selva. Si el camino es largo, más larga es la dicha de marchar por él.
No se aspira a vivir bajo el signo de la inteligencia sin contraer al mismo tiempo obligaciones estrictas, y porque Spinoza era un espíritu libre se creyó obligado a llevar la vida de un santo. Un pensador que sea al mismo tiempo un santo: ¿es posible concebir de otra manera los deberes de la inteligencia para consigo mismo?
De los deberes para con los demás
Cuando la inteligencia ha servido lealmente la verdad, sin una inconsecuencia, sin una cobardía, ¿ha cumplido por eso con todos sus deberes? La vida que la rodea y que la impregna, ¿no tendrá exigencias que ella no pueda silenciar? Ignorarlas o desdeñarlas, ¿no será desconocer su verdadero destino, mutilando a sabiendas lo mejor de su espíritu? ¿Somos seres únicamente de comprensión y reflexión teorética? Junto al pensador que fundamenta sus conceptos en la frialdad y en la crítica, ¿no vive acaso otro ser de voluntad y de acción práctica capaz de inclinarse cordialmente sobre el drama humano y compartir sus inquietudes y sus dolores?
Tanto es el empeño en separar la inteligencia de la vida que se dijera hay en ésta algún temor oculto, alguna usurpación que defender, algún gran crimen que disimular. Las sociedades a decir verdad, no han estimado jamás al pensador. Lo han considerado, y con razón, como un hereje. No le perdonan sobre todo su originalidad, porque la originalidad es una de las formas de la indisciplina. Frente a un pensador que surge, la sociedad ha seguido dos caminos: o atraerlo para domesticarlo, o perseguirlo para concluir con él. Al pensador que se somete le llegan, sin duda, los agasajos y los honores, pero la sociedad no le confía otra misión que la de aquel sacerdote a quien los hurones llevaban cada vez que salían -a la pesca: predicar a los peces para que se decidan a morder. Respecto al pensador que no olvida sus deberes y los defiende virilmente las sociedades modernas han variado un poco en su conducta: si en un principio pareció lo mejor hacerle la vida insoportable, se resolvió después comportarse con más habilidad. Los “herejes”, tenían a veces hallazgos asombrosos: el que pasaba sus días borroneando signos sobre una pizarra encontraba una estrella al final de sus cálculos; el que se manchaba los dedos con reactivos y apestaba el aire con vapores descubría, sin saberlo, una nueva tintura para las telas. Peligrosos, sin duda, no eran, sin embargo, inútiles; y bien podía perdonárseles de buena gana el descubrimiento inservible de la estrella, por el proficuo hallazgo del teñido. La sociedad empezó a valorar así el rendimiento práctico de lainteligencia. Le creó bibliotecas, le instaló laboratorios, le regaló premios, le erigió estatuas. Pero se apresuró, naturalmente, a no dejarla salir de lo que dio en llamarle “sus dominios”.
Individuos capaces de demostrar que los gusanos no nacen de la materia corrompida o que el hombre no es el rey de la naturaleza, sino la expresión más evolucionada de un largo proceso, ¿qué consecuencias irían a extraer si en vez de consagrarse a los minerales o los fósiles les diera por volver los ojos a la organización de la ciudad y aseguraran después que la sociedad está fundada en la injusticia y la rapiña? “Un orden social que permite el examen de sus principios -ha dicho el general Cavaignac- es un orden social que está perdido”. Y así nació el sofisma del intelectual como un ser aislado y sin partido, extraño por completo a las luchas de la política, ajeno en absoluto a la vida de su mundo. Mezcla de generosidad aparente y de logrería efectiva, la soledad del intelectual no podía beneficiar sino a la burguesía. Por lo que tiene de cálculo y por lo que tiene de miedo, la teoría del intelectual ajeno a los partidos muestra, apenas se la estruja, la mezquindad inherente a la media alma burguesa. Aprovechar de él cuanto pueda representar un adelanto en la técnica, impedir en él las amenazas posibles de su mentalidad disciplinada y de su crítica sin velos.
Por pereza unos, por sequedad otros, muchos intelectuales acogieron la teoría. Les halagaba tal vez conocer en ella un homenaje de los “hombres prácticos”. Creían quizá aumentar así las proporciones de su propio decorum, y al no participar sino desde lejos en los tumultos de la plaza pública, no servir tampoco y en ninguna forma los intereses de nadie. Mas no faltó una catástrofe, uno de esos acontecimientos que estremecen el edificio social, para que el pensador solitario y el estudioso aislado descubrieran con sorpresa que no habían sido, a pesar del aislamiento y de las ínfulas, más que un episodio en la táctica de la burguesía. Colaboradores, sin saberlo, de ella iban ahora a recibir las órdenes; y Gentile remata con la camisa del fascismo su filosofía del espíritu como acto puro, y Bergson va a repetir con voz escasa las disposiciones que le entrega el estado mayor de su país.
En la trabazón de la vida moderna es inconcebible el aislamiento. Pero si no nos es dado segregarnos de los hombres y contemplarlos en un silencio altivo, no nos es posible tampoco acercarnos hasta ellos sin pasiones. Hay una hipocresía no menos interesada que la tesis del intelectual aislado, en la teoría que lo quiere tolerante e imparcial. ¿Cómo concebir la tolerancia cuando se tiene ideales? ¿Cómo desentendernos de su suerte hasta admitir en el ideal de los otros un valor por lo menos igual al de los nuestros? ¿Quién diría que ha sido capaz de trepar tan alto que ha llegado a dominar el bien y el mal, hasta verlos mezclar el curso de sus aguas? El que siente las propias ideas como siente latir la sangre en las arterias tiene de antemano dictada su actitud frente a los hombres. No puede concebir la tolerancia sino en los conflictos que le son indiferentes. Ante la terrible realidad social, ¿quién tendría el valor de déclararse indiferente? Y aun en ese caso, ¿confesar tal actitud no equivaldría más o menos a tomar una postura? En su prosa transparente -transparente a fuerza de ceñirse al cuerpo de la idea- así lo afirmó Lenin. “La indiferencia -dice- es la saciedad política. Es necesario estar repleto para mostrarse ‘indiferente’ frente a un trozo de pan. Confesar la indiferencia es confesar al mismo tiempo que se pertenece al partido de los saciados”…
La inteligencia no podría adherirse a ese partido. Su estructura misma se lo niega. Inteligencia es, sin duda, comprender, pero es también crear. La inteligencia no vive sino por el asombro. Allí donde nadie ve un problema ella conserva intacta su excitante capacidad de sorprenderse. Cada sorpresa es un acicate de su propio dinamismo, un motivo de investigaciones infinitas. Cada solución que atisba le lleva a su vez a otros problemas; muchas hipótesis se le deshacen muy pronto entre las manos, y así, de esa manera, devorándose a sí misma, asistiendo trágicamente a su propio trabajo, la inteligencia busca las soluciones que persigue. Cuando las encuentra, y las encuentra siempre, el alborozo legítimo de la reacción triunfal señala en la marcha del mundo el nacimiento de algo nuevo, tan original y tan inédito que la inteligencia adquiere en este aspecto los caracteres verdaderos de la invención.
Y ahora, digo yo, ¿un mecanismo tan sutil podría abrazar el partido de los que niegan el derecho de asombrarse? Acaso un proceso que marcha paso a paso hacia lo desconocido, criticándose a sí mismo con crueldad implacable, ¿iría a sancionar la quietud del dogma, la rutina de las tradiciones, el gozo panglosiano de los que nada esperan? ¿Cómo al encontrarse de pronto con el drama del mundo no habría de sorprenderse ante tanta miseria, ante tanta iniquidad, ante tanta injusticia? ¿No sería más bien para enrojecer de cólera por haber creído en cuantos le engañaban, en los que le alejaron alguna vez de esos dolores diciéndole que eran mentiras, en los que le distrajeron tambien diciéndole que no debía preocuparle? Buscar la solución honradamente, ¿no equivale a poner la inteligencia sobre el camino de la Revolución? ¿Quién habría de encontrarla, conformista y resignada, cuando se trata de hallar precisamente un nuevo ritmo en la historia, una nueva patética conciencia humana?
Tiene de un lado la legión siempre poderosa de sus viejos amos: la autoridad, la jerarquía, el orden; tiene del otro los aliados de siempre: la rebelión, la inquietud, la negación. El conflicto de la inteligencia y de la sociedad, ¿no es por ventura la antinomia de la negación y el orden? El orden es lo fijo, lo aceptado, lo reverenciable; la negación es la reacción contra ese orden en la esperanza de construir uno mejor. Preocupación incesante, superación continua, perfeccionamiento infinito. Mirar todo lo hecho con ojos nuevos, empinarse para ver más lejos y más alto, apoyarse sobre hoy para alcanzar mañana. Junto al pensador y al santo, el profeta y el predicador. Ya no más la inteligencia que encuentra en sí el propio gozo: ¿de qué modo comparar su placer egoísta con el estremecimiento generoso del profeta que alza una esperanza nueva, del predicador que la desparrama y la vivifica, multiplica en las almas, la enciende en los corazones?
(1)Conferencia pronunciada en la Facultad de Ciencias Económicas de Buenos Aires, el 30 de junio de 1930, por invitación de la Agrupación Estudiantil Acción Reformista.
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