Las noticias del doctor Durán no son buenas. ¿Qué más podemos hacer? Los profesionales de la Sicología no somos ajenos a compartir las mismas ansiedades, solo que nos asiste la responsabilidad de ayudar a manejarlas. El hecho es que estamos ante una gran paradoja social, peligrosa y difícil. Está aumentando la letalidad y la contagiosidad del virus de la COVID-19, al mismo tiempo que las personas, grupos y familias, están disminuyendo los esfuerzos y las energías psicológicas que se requieren para combatirlo, cuestión esta que se hace visible en un resquebrajamiento de la disciplina familiar y social.
La reacción de agotamiento frente a la adversidad de la pandemia, mantenida y no resuelta en el tiempo, ha sido denominada por la oms como fatiga pandémica. Los científicos plantean que toda pandemia al inicio produce horror, pero si se mantiene en el tiempo, se transforma en tedio y hastío. Es importante aclarar que no es una enfermedad, sino un estado sicológico producido por la exposición continua a un conjunto de factores estresantes, directamente relacionados con el posible contagio, con las medidas de restricción social y también con los efectos colaterales de una crisis económica que torna la vida compleja y difícil. Una persona me decía jocosamente: de tanto funcionar en «modo-COVID», se nos está agotando la batería. El término también es controversial, porque ubica la naturaleza del problema en el individuo, cuando en realidad el aumento de los casos responde a múltiples causas. Creo que no se trata de pretender sicologizar el fenómeno, sino ofrecer herramientas de análisis que ayuden a mejorar la responsabilidad y robustecer la voluntad.
El ser humano tiene una gran habilidad para acostumbrarse y perder la capacidad de asombro ante cualquier acontecimiento. Cundo lo inédito y extraordinario de un evento traumático ya se convierte en habitual, provoca una disminución defensiva de los niveles de alarma. Para muchas personas las alertas, los consejos sanitarios y hasta el anuncio de nuevas medidas restrictivas, luego de más de un año, ya resuenan como un saturado discurso, un «más de lo mismo» que a fuerza de repetición hace perder su efectividad o en su defecto, en el mejor de los escenarios, se incorporan con mayor naturalidad convirtiéndolas en un hábito cotidiano. La monotonía se apodera de todo, aplanando los afectos y la capacidad de razonar. Este cuadro de fatiga produce actitudes, esquemas mentales, emociones y comportamientos potencialmente peligrosos. Debemos estar atentos cuando sintamos que excede nuestro control, para evitar una catástrofe mayor.
La disminución de la percepción del riesgo aparece contradictoriamente como un mecanismo de protección sicológica, una búsqueda desesperada de un sentimiento de normalidad y continuidad de la vida. Sin embargo, es muy peligroso en estas circunstancias acostumbrarse al miedo. En tiempos de la COVID-19, es preciso utilizar la vigilancia y la conciencia plena del temor al contagio, como recursos adaptativos a nuestro favor, sin bajar la guardia.
Por más que uno se resista a aceptar las circunstancias, la realidad está ahí, tal cual, con toda su crudeza, y la nostalgia, al igual que la espera pasiva, resultan estériles. Es importante mantener una actitud de aceptación que no quiere decir resignación o pasividad, sino desarrollar una posición activa de discernimiento de lo que está en nuestras manos y podemos transformar y lo que nos trasciende y tenemos que aceptar, lo que nos permite hacer nuevos planes ajustados a las posibilidades.
A medida que las restricciones se mantienen en el tiempo, aumentan los deseos de autonomía sobre todo en los adolescentes y los jóvenes, situación difícil de manejar. La tolerancia a la frustración se desborda, transformándose en airada protesta en algunos jóvenes, privados por mucho tiempo de necesidades básicas de contacto y socialización. Esta rebeldía puede ser altamente peligrosa, algunos adolescentes desafían la autoridad de sus padres, lo que exige de ellos mucha persuasión y compromiso para evitar que tomen decisiones que los pongan en riesgo. En realidad hoy el amor y el cuidado tienen razones, que ya ni la razón alcanza para explicarles lo que deben de entender, pero debe vencer la protección y la cordura.
En plena pandemia, los cambios de humor y las emociones negativas son naturales, por lo tanto, no podemos evitar esta montaña rusa de altibajos emocionales. Sin embargo, sí debemos aprender a aceptarlos y manejarlos para que la irritabilidad, el nerviosismo y el desaliento, no terminen contaminando nuestro entorno en un clima de alta toxicidad, que nos afecta a nosotros mismos y a los demás. Hay que prestar especial atención a las emociones sostenidas en el tiempo, a aquellas que son muy frecuentes y de manera intensa. Observar si cualquier incidente provoca una explosión desproporcionada o estar muy triste todos los días la mayor parte del tiempo. En este punto, a menos que la persona esté atravesando un duelo, debería plantearse cambiar de hábitos o buscar ayuda profesional.
Observamos actitudes soberbias, de algunos que procesan la información haciendo caso omiso a las sugerencias autorizadas, encontrando tendenciosamente argumentos que les den la razón y seleccionando la información que confirma sus conclusiones. He escuchado aseveraciones como: «Es una mala educación ponerse mascarilla con los seres queridos». «Al fin y al cabo si a estas alturas no me he contagiado, es que parece que a mí no me entra el virus». «Que vaya a la piyamada, porque ya me tiene desquiciada». «Para qué tanto nasobuco si ya estamos vacunados».
Los cubanos y las cubanas hemos estado más acostumbrados a vivir huracanes, eventos que también son potencialmente traumáticos, pero transitorios. El problema de la pandemia es que discurre como un «desastre lento» que parece haberse instalado en un «presente eterno», que no acaba de terminar. La erosión del tiempo constituye un factor que golpea fuerte sobre nuestra salud psicológica. Es evidente que no todas las personas y las familias han vivido de igual manera esta realidad. Aunque nadie escapa de sus efectos nocivos, los recursos adaptativos dependen del grado de vulnerabilidad social, de los acontecimientos traumáticos vividos, las circunstancias vitales y la confluencia de varias situaciones difíciles. Por eso desde las políticas públicas, se apuesta por medidas que ayuden a aliviar los factores sociales y los económicos, no solo los sanitarios.
La historia de las guerras, las epidemias y las catástrofes naturales nos muestran lo mejor y lo peor de los seres humanos. Justo en situaciones límites es cuando conocemos verdaderamente su esencia. En el escenario en que vivimos también hemos descubierto en muchas personas su grandeza o su miseria, algunos han crecido en el plano personal, familiar y social, pero otros se han desenmascarado, mostrando un marcado predominio del egoísmo, la avaricia, el maltrato y la falta de sensibilidad. Hemos constatado una suerte de entrecruzamiento entre el cuidado solidario por una parte y la puesta en escena por otra, afortunadamente una minoría, de desprecio por la vida y el esfuerzo de otros.
¿Qué nos dice de Albert Camus en su famoso libro La peste? Que las peores epidemias no son biológicas, sino morales. En las situaciones de crisis, sale a luz lo peor de la sociedad: egoísmo, inmadurez, irracionalidad. Pero también emerge lo mejor del ser humano, siempre hay justos que sacrifican su bienestar para cuidar a los demás.
El más garantizado antídoto sicológico de la fatiga pandémica que me han enseñado las personas que he podido entrevistar, y que han logrado surfear las grandes olas de agotamiento y cansancio, es haber desarrollado o potenciado una ética personal, familiar y social solidaria, por encima de toda forma de individualismo, egoísmo y egocentrismo. Lo lamentable es que solo una buena educación y elevada talla moral puede lograrlo y eso no lo aprendemos con la pandemia.
No es difícil de comprender que muchas personas sientan un horizonte de incertidumbre sobre el final de este acontecer. Pero también es cierto que en medio del desconcierto seguimos construyendo la esperanza y apostando a la utopía, tanto a nivel personal como familiar y social. La vacunación masiva, los muchos dispositivos de ayuda creados, dan señales de ello. Para combatir la fatiga pandémica no hay recetas ni formulas específicas, pero la vida es como la música, con pocas notas se puede lograr una enorme variedad de bellas melodías. Toque la solidaridad, el respeto, la dignidad, la justicia, el gozo por las artes, la cultura, la sensibilidad en el cuidado, y seguramente comenzará a escuchar un canto de vida, aliento, paz y esperanza, a pesar del cansancio.
(*) Periodista de Diario Granma Internacional
http://www.granma.cu/
Las noticias del doctor Durán no son buenas. ¿Qué más podemos hacer? Los profesionales de la Sicología no somos ajenos a compartir las mismas ansiedades, solo que nos asiste la responsabilidad de ayudar a manejarlas. El hecho es que estamos ante una gran paradoja social, peligrosa y difícil. Está aumentando la letalidad y la contagiosidad del virus de la COVID-19, al mismo tiempo que las personas, grupos y familias, están disminuyendo los esfuerzos y las energías psicológicas que se requieren para combatirlo, cuestión esta que se hace visible en un resquebrajamiento de la disciplina familiar y social. La reacción de agotamiento frente a la adversidad de la pandemia, mantenida y no resuelta en el tiempo, ha sido denominada por la oms como fatiga pandémica. Los científicos plantean que toda pandemia al inicio produce horror, pero si se mantiene en el tiempo, se transforma en tedio y hastío. Es importante aclarar que no es una enfermedad, sino un estado sicológico producido por la exposición continua a un conjunto de factores estresantes, directamente relacionados con el posible contagio, con las medidas de restricción social y también con los efectos colaterales de una crisis económica que torna la vida compleja y difícil. Una persona me decía jocosamente: de tanto funcionar en «modo-COVID», se nos está agotando la batería. El término también es controversial, porque ubica la naturaleza del problema en el individuo, cuando en realidad el aumento de los casos responde a múltiples causas. Creo que no se trata de pretender sicologizar el fenómeno, sino ofrecer herramientas de análisis que ayuden a mejorar la responsabilidad y robustecer la voluntad. El ser humano tiene una gran habilidad para acostumbrarse y perder la capacidad de asombro ante cualquier acontecimiento. Cundo lo inédito y extraordinario de un evento traumático ya se convierte en habitual, provoca una disminución defensiva de los niveles de alarma. Para muchas personas las alertas, los consejos sanitarios y hasta el anuncio de nuevas medidas restrictivas, luego de más de un año, ya resuenan como un saturado discurso, un «más de lo mismo» que a fuerza de repetición hace perder su efectividad o en su defecto, en el mejor de los escenarios, se incorporan con mayor naturalidad convirtiéndolas en un hábito cotidiano. La monotonía se apodera de todo, aplanando los afectos y la capacidad de razonar. Este cuadro de fatiga produce actitudes, esquemas mentales, emociones y comportamientos potencialmente peligrosos. Debemos estar atentos cuando sintamos que excede nuestro control, para evitar una catástrofe mayor. La disminución de la percepción del riesgo aparece contradictoriamente como un mecanismo de protección sicológica, una búsqueda desesperada de un sentimiento de normalidad y continuidad de la vida. Sin embargo, es muy peligroso en estas circunstancias acostumbrarse al miedo. En tiempos de la COVID-19, es preciso utilizar la vigilancia y la conciencia plena del temor al contagio, como recursos adaptativos a nuestro favor, sin bajar la guardia. Por más que uno se resista a aceptar las circunstancias, la realidad está ahí, tal cual, con toda su crudeza, y la nostalgia, al igual que la espera pasiva, resultan estériles. Es importante mantener una actitud de aceptación que no quiere decir resignación o pasividad, sino desarrollar una posición activa de discernimiento de lo que está en nuestras manos y podemos transformar y lo que nos trasciende y tenemos que aceptar, lo que nos permite hacer nuevos planes ajustados a las posibilidades. A medida que las restricciones se mantienen en el tiempo, aumentan los deseos de autonomía sobre todo en los adolescentes y los jóvenes, situación difícil de manejar. La tolerancia a la frustración se desborda, transformándose en airada protesta en algunos jóvenes, privados por mucho tiempo de necesidades básicas de contacto y socialización. Esta rebeldía puede ser altamente peligrosa, algunos adolescentes desafían la autoridad de sus padres, lo que exige de ellos mucha persuasión y compromiso para evitar que tomen decisiones que los pongan en riesgo. En realidad hoy el amor y el cuidado tienen razones, que ya ni la razón alcanza para explicarles lo que deben de entender, pero debe vencer la protección y la cordura. En plena pandemia, los cambios de humor y las emociones negativas son naturales, por lo tanto, no podemos evitar esta montaña rusa de altibajos emocionales. Sin embargo, sí debemos aprender a aceptarlos y manejarlos para que la irritabilidad, el nerviosismo y el desaliento, no terminen contaminando nuestro entorno en un clima de alta toxicidad, que nos afecta a nosotros mismos y a los demás. Hay que prestar especial atención a las emociones sostenidas en el tiempo, a aquellas que son muy frecuentes y de manera intensa. Observar si cualquier incidente provoca una explosión desproporcionada o estar muy triste todos los días la mayor parte del tiempo. En este punto, a menos que la persona esté atravesando un duelo, debería plantearse cambiar de hábitos o buscar ayuda profesional. Observamos actitudes soberbias, de algunos que procesan la información haciendo caso omiso a las sugerencias autorizadas, encontrando tendenciosamente argumentos que les den la razón y seleccionando la información que confirma sus conclusiones. He escuchado aseveraciones como: «Es una mala educación ponerse mascarilla con los seres queridos». «Al fin y al cabo si a estas alturas no me he contagiado, es que parece que a mí no me entra el virus». «Que vaya a la piyamada, porque ya me tiene desquiciada». «Para qué tanto nasobuco si ya estamos vacunados». Los cubanos y las cubanas hemos estado más acostumbrados a vivir huracanes, eventos que también son potencialmente traumáticos, pero transitorios. El problema de la pandemia es que discurre como un «desastre lento» que parece haberse instalado en un «presente eterno», que no acaba de terminar. La erosión del tiempo constituye un factor que golpea fuerte sobre nuestra salud psicológica. Es evidente que no todas las personas y las familias han vivido de igual manera esta realidad. Aunque nadie escapa de sus efectos nocivos, los recursos adaptativos dependen del grado de vulnerabilidad social, de los acontecimientos traumáticos vividos, las circunstancias vitales y la confluencia de varias situaciones difíciles. Por eso desde las políticas públicas, se apuesta por medidas que ayuden a aliviar los factores sociales y los económicos, no solo los sanitarios. La historia de las guerras, las epidemias y las catástrofes naturales nos muestran lo mejor y lo peor de los seres humanos. Justo en situaciones límites es cuando conocemos verdaderamente su esencia. En el escenario en que vivimos también hemos descubierto en muchas personas su grandeza o su miseria, algunos han crecido en el plano personal, familiar y social, pero otros se han desenmascarado, mostrando un marcado predominio del egoísmo, la avaricia, el maltrato y la falta de sensibilidad. Hemos constatado una suerte de entrecruzamiento entre el cuidado solidario por una parte y la puesta en escena por otra, afortunadamente una minoría, de desprecio por la vida y el esfuerzo de otros. ¿Qué nos dice de Albert Camus en su famoso libro La peste? Que las peores epidemias no son biológicas, sino morales. En las situaciones de crisis, sale a luz lo peor de la sociedad: egoísmo, inmadurez, irracionalidad. Pero también emerge lo mejor del ser humano, siempre hay justos que sacrifican su bienestar para cuidar a los demás. El más garantizado antídoto sicológico de la fatiga pandémica que me han enseñado las personas que he podido entrevistar, y que han logrado surfear las grandes olas de agotamiento y cansancio, es haber desarrollado o potenciado una ética personal, familiar y social solidaria, por encima de toda forma de individualismo, egoísmo y egocentrismo. Lo lamentable es que solo una buena educación y elevada talla moral puede lograrlo y eso no lo aprendemos con la pandemia. No es difícil de comprender que muchas personas sientan un horizonte de incertidumbre sobre el final de este acontecer. Pero también es cierto que en medio del desconcierto seguimos construyendo la esperanza y apostando a la utopía, tanto a nivel personal como familiar y social. La vacunación masiva, los muchos dispositivos de ayuda creados, dan señales de ello. Para combatir la fatiga pandémica no hay recetas ni formulas específicas, pero la vida es como la música, con pocas notas se puede lograr una enorme variedad de bellas melodías. Toque la solidaridad, el respeto, la dignidad, la justicia, el gozo por las artes, la cultura, la sensibilidad en el cuidado, y seguramente comenzará a escuchar un canto de vida, aliento, paz y esperanza, a pesar del cansancio. |
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