“Nos hallamos ante una nueva episteme” (el quid de la teoría queer)
Cecilia Secreto
Nota a José Amícola, escritor argentino


















José Amícola es, dentro del amplio panorama sobre las reflexiones del sistema sexo-género, encaradas tanto desde la literatura como de la teoría y la crítica literarias, uno de los referentes más importantes de nuestro país. Precursor, por ejemplo, en analizar y escribir sobre la obra de Manuel Puig desde este paradigma y llevar por el mundo la particular narrativa del autor.

Su último libro en relación con el tema, Un brillo concheperla. Teoría queer y literatura latinoamericana (2020), Edulp, se propone, en primer lugar, llevar adelante una historización de cuatro términos centrales en los estudios de género, como son camp, gay, gender y queer . En segundo lugar se dedica a estudiar cómo esas categorías entran en juego en la literatura latinoamericana a partir de un corpus conformado por obras de tres grandes autores: Néstor Perlongher, Pedro Lemebel y Copi; por último, se aboca a analizar la movida queer en la literatura actual tomando como puntos de referencia tres novelas, Selena, vestida de pena (2020) de la puertorriqueña Mayra Santos-Febres; Las malas (2019) de Camila Sosa Villada y Las aventuras de la China Iron (2017) de Gabriela Cabezón Cámara.

La siguiente nota, que es prácticamente la reproducción y transcripción de un diálogo espontáneo y real que sostuvimos mientras caminábamos por las callecitas sinuosas y arboladas de la ciudad de Pinamar, nace de un interés genuino por querer aclarar o determinar los alcances del concepto “queer” al momento de armar un corpus de textos literarios para analizar desde la teoría, ya sea en el ámbito de la investigación pero también educativo y docente. Cada vez son más los estudiantes que se sienten convocados e interesados en la temática (que excede lo literario, por supuesto) y se hace difícil dar con un cuerpo literario lo suficientemente amplio.

Estoy convencida de que el resultado de este diálogo (que es, más que otra cosa, una serie de preguntas dirigidas a José Amícola y la puesta en marcha de un mecanismo de reflexión en voz alta) resultará no solamente de interés para seguir pensando sino para seguir trabajando políticamente.


— ¿Cómo fue tu encuentro con Camila Sosa Villada?

— Bueno, fue un hecho finalmente fortuito, porque después de haber fracasado para acercarme a ella en la Feria del Libro de Buenos Aires en el 2022, cuando la marejada popular era imposible de franquear, pensé, con razón, que la lectura que Camila estaba por realizar en el marco de los encuentros literarios del Viejo Hotel Ostende en enero del 23 me daría una oportunidad más propicia. Y así fue, Camila leyó allí un relato que se basa en la condena a muerte de unos maricas mexicanos en el siglo XVII. En la post-lectura y antes de la consabida firma de ejemplares para un público reducido, finalmente me acerqué al podio y le obsequié mi último libro editado, con la esperanza de que leyera de allí un capítulo donde analizo Las malas. En los breves minutos del diálogo le conté a la autora que hacía tiempo la había visto en Córdoba en sus primeras representaciones de “Carnes tolendas”, la obra que la catapultó a la escena cordobesa. Cuando agregué que eso pudo haber sido por el año 2011, ella me contestó que le parecía algo de “siglos atrás”. Este comentario me dio pie después para pensar en cómo la actriz (y luego autora) había recorrido un largo y venturoso camino hacia la fama de un modo vertiginoso.


— ¿Vos creés que los escritores que no están en contacto con lo que sucede dentro del mundo académico, están, sin embargo, al tanto de lo que se analiza y se escribe sobre ellos?

— No, no se enteran por varias razones. En primer lugar, siempre existió un desfasaje temporal entre lo que se investiga en los vericuetos académicos y lo que se produce artísticamente. En las universidades, hasta hace muy poco, no estudiábamos las obras de autores NO consagrados. Eso ha cambiado ahora; sin embargo, los autores jóvenes sienten prejuicios contra la así llamada “Academia”, a la que conocen mal. La mayoría pone en una misma bolsa lo que llaman “LA Crítica”; pero, en rigor, bajo estos prejuicios los escritores jóvenes están pensando en lo que se escribe sobre ellos en los diarios. Por un giro perverso, ese periodismo ligero – por lo coyuntural- se confunde con los estudios más sesudos que salen del mundo académico y que son más profundos, en tanto van precedidos de una investigación. Así, por ello, mi intención fue acercarle a Camila mi estudio para dárselo en mano, porque de otra manera me pareció que nunca habría de toparse con él. De la misma manera unos años antes le había entregado en mano a Selva Almada mi contribución titulada “Despecho macho” que era un análisis sobre el sistema sexo-género en su novela Ladrilleros.


— ¿Leíste algo más de Sosa Villada luego de escribir sobre Las malas?

— Sí, por supuesto. Sigo a Sosa Villada desde sus comienzos y por eso me interesó primero su actuación en teatro y también en cine. Su presentación en sociedad como escritora me sorprendió, como a todo el mundo, pero también después de leer Las malas, texto dolorosamente autobiográfico, a mí me intrigaba qué camino tomaría su escritura para despegarse de costado tan vivencial y lacerante y seguir siendo punzante e interpelante. Justamente en el relato “Cotita de la Encarnación”, en el que la autora da vida al marica mexicano Juan de la Vega Galindo (en Soy una tonta por quererte) se descifró para mí la incógnita de un derrotero, pues aquí se nos presenta una ficción de siglos pasados que solo coincide con la vida de la autora en la cuestión de que el protagonista sufre el dolor de la humillación que se gesta en culturas homofóbicas.


— ¿Es un cuento queer?

— Esta es una cuestión sumamente relevante que hace al meollo de nuestra conversación. Voy a agarrar el tema situándome temporalmente, pero no en el tiempo del personaje Cotita de la Encarnación, sino en el de Camila Sosa Villada. Como sabemos la autora eligió presentarse como una “persona” de extrema femineidad (basada en una construcción bien armada corporalmente), mientras nosotros – su público – somos conscientes, al mismo tiempo, de que ella ha hecho del travestismo un estilo de vida. Somos conscientes también de que, por el momento, no aparece en su horizonte corregir la naturaleza con una cirugía. Dicho esto, entendemos, entonces, como público lector, que su postura vital tiene que ver con un torcimiento (una queerness) de los datos biológicos. Ha sido justamente esta Camila-queer la que ha ido a indagar en viejos archivos mexicanos. Así para mí es importante que Camila haya querido construir un texto de ficción al quedar prendada de noticias de la Vieja España que condenaban el pecado nefando de sodomía. Esta misma “persona”-Camila pudo transformar, por cierto, la crónica en un hecho artístico, dotando de voz al subalterno, o mejor, al individuo monstruoso (Juan de la Vega Galindo, alias Cotita de la Encarnación). Siguiendo el hilo de mi propio razonamiento, me pregunto si habría sido posible que otro autor o autora antes del corte que significan los años 90 echara mano a un argumento semejante dentro de la literatura latinoamericana, de modo tal de poner todo el peso del relato en boca de un personaje que toma la palabra diciendo “yo” para dar a conocer el infortunio de un marica condenado de antemano. Evidentemente, para la aparición de un relato de tal envergadura hizo falta que las sociedades modernas cruzaran un umbral de conciencia o concientización con respecto no a lo obsceno solamente, sino a lo soterrado del sistema. En ese sentido, puedo afirmar que el relato “Cotita de la Encarnación” obliga a que sea leído con una mirada torcida. Y he aquí el gran asunto de si puede ser un texto el torcido o si es la mirada. Creo que “la revolución gay” de los años 60 y 70 no habría dado para tanto. En efecto, cuando los grupos disidentes arrojaron por la borda la rotulación de “homosexual” para librarse del estigma que ese título cargaba, redescubrieron un término en inglés que, además de significar en época moderna “alegre”, podía recuperar un sentido más antiguo de “ligero” y “frívolo” (y, por lo tanto, simpáticamente “erótico”). El nuevo concepto fijaba y daba esplendor a lo que durante mucho tiempo se había tratado de mantener innombrado. Sin embargo, para lograr la adaptación social el movimiento gay tenía que abdicar de su costado más revulsivo, escondiendo bajo la alfombra lo que rompía con ciertos cánones de belleza que predominaban en todo el mundo moderno (desde EEUU a Japón), mediante la fórmula “Nice to be gay”. Aquello que molestaba a una aceptación social era justamente todo lo que pasara ciertas barreras de belleza. El travestismo y la transexualidad no iban a franquear indemnes la aduana que las sociedades burguesas habían montado, pues esas “contorsiones” obligaban a una torsión de las definiciones hacia el sistema de esencias (tan caro a las fijaciones que montaría el movimiento gay-lésbico). Llegados al final del siglo XX, las perspectivas sociales empezaron, sin embargo, a cambiar drásticamente, casi sin que nos demos cuenta, pues la plataforma que nos dejaban las arremetidas gay-lesbianas comenzaba a parecer angosta, haciendo agua por los cuatro costados, dado que estaba demasiado basada en la búsqueda de una inmutabilidad, del tipo “soy gay, soy lesbiana” y, por lo tanto, también puedo ser “bello/bella”. Estos patrones de inteligibilidad eran, en efecto, tipos inconmovibles dentro de la clasificación social muy apropiados para embanderarse detrás de un colectivo de barricada. Y esa movida fue benéfica y contribuyó al subsiguiente operativo del “salir del armario”. Camila Sosa Villada pertenece, sin embargo, a un nuevo cuño, porque su elección se apoya en la ambigüedad y la verdad de doble filo y, por lo tanto, su mirada dentro de su escritura no puede dejar de ser bizca, torcida, oblicua (o “queer”). De hecho, su femineidad es pura construcción; una construcción que, al mismo tiempo, coquetea con la “no femineidad” por lo bajo de la superficie de su pose y de su vestuario, como se da siempre en el travestismo (unos hombros más amplios y unas caderas más angostas que las femeninas). Es aquí en la mirada de una escritora queer donde el nuevo público encuentra su afinidad de época. Siguiendo la lógica de mi razonamiento, tengo que aclarar aquí que cuando leo un texto de ficción, no dejo de preocuparme por el hecho de si la escritura que tengo delante proviene de una mujer o de un disidente sexual, porque sospecho que estos artistas van a hacer sonar, seguramente, un dispositivo de atención para detectar las manipulaciones del sistema sexo-genérico. Con la misma ilusión, espero que una escritora joven o un escritor de sexualidad disidente me digan algo de los embates sociales no para autentificar el estado de las cosas, sino mirando el asunto desde un costado novedoso e iluminador; y espero también que estos autores miren “torcido” justamente el asunto de la ideología de género; pues, mal que le pese al Papa Francisco, ha sonado la hora de su puesta en cuestión.


— Como lector y como crítico literario ¿te representás figuraciones acerca de la producción futura de los escritores que te gustan? ¿Qué preguntas te hacés, por ejemplo, ante los escritores trans y las temáticas que abordan?

— Esta pregunta me viene bien para aclarar un poco más lo que vengo diciendo. Leo, por supuesto, literatura escrita recientemente por varones, por mujeres y por individuos de sexualidad diferente, esperando de todes una apertura lúcida hacia las cuestiones del sistema sexo-género. Esto sucede, por supuesto, con quienes se han lanzado a la palestra en las últimas décadas. De esta manera si se trata de gente joven no soporto que incurran en una ceguera de género, pues cada uno se debe a su época y la apertura que mencioné antes
aparece ahora como un “mínimo imponible”. No tengo más remedio que tolerar, sin embargo, las caídas
repugnantes en los estereotipos no revisados en ciertos escritores del pasado (por ejemplo: Alejo Carpentier, con sus mujeres de caderas amplias como buenas paridoras); pero me regocijo con autores geniales del canon como Cervantes o Shakespeare que tuvieron la apertura necesaria como para pensar qué les pasaría a las mujeres que necesitasen travestirse para salir al mundo. En efecto, sin pensarlo – o pensándolo soterradamente – Cervantes y Shakespeare crearon en sus obras algunas heroínas singulares para la época que al transvestirse para trascender las limitaciones que les vedaban el camino de la aventura, pervirtieron todo el sistema sexo-género del momento, ya sea mostrando la aparición del macho suave o concitando en los otros varones del elenco una inclinación perturbadora por el mismo sexo.

Por otro lado, pensando en la nueva inmensa camada de mujeres que escriben y son aceptadas con mucho éxito por las editoriales (cosa que no sucedía ni siquiera en los liberales años 60), me viene a la mente la idea de una avalancha que no puede quedar sin analizar. Atención, que no quiero decir tampoco que la escritura de las mujeres sea “femenina” por las metáforas o artificios que utilice, sino por la posibilidad de enfocar las maquinaciones del mundo desde una perspectiva que en muchos sentidos no sea solamente subsidiaria al mundo de los varones. Puesto esto en claro, armar un corpus progresista no significaría dejar de lado a los representantes masculinos; más bien se los podría tomar como contraste, tanto a los “machirulos” como aquellos varones escritores que se presentan más aceitadamente al acecho de las manipulaciones de género. Me encanta así descubrir que un Roberto Bolaño no es un escritor ingenuo frente a los cambios de la ideología genérica de los últimos años, sino que con conciencia interviene en la disputa. Me indigno, en cambio, con un Vargas Llosa que ha apelado a la característica de la homosexualidad para denigrar la construcción de un personaje de ficción que debía aparecer como negativo en su obra (ejemplo: Conversación en La Catedral). En definitiva, estoy a la espera de ver en qué medida los autores que me gustan van apropiándose más y más de la polémica de género con una lucidez que es la que corresponde a nuestros avances como sociedad. Pienso en la obra de la ya mencionada Selva Almada, en la de Gabriela Cabezón Cámara o de Samantha Schweblin, entre otra mucha gente que se abre camino en el campo literario rioplatense.


José Amícola es, dentro del amplio panorama sobre las reflexiones del sistema sexo-género, encaradas tanto desde la literatura como de la teoría y la crítica literarias, uno de los referentes más importantes de nuestro país. Precursor, por ejemplo, en analizar y escribir sobre la obra de Manuel Puig desde este paradigma y llevar por el mundo la particular narrativa del autor.

Su último libro en relación con el tema, Un brillo concheperla. Teoría queer y literatura latinoamericana (2020), Edulp, se propone, en primer lugar, llevar adelante una historización de cuatro términos centrales en los estudios de género, como son camp, gay, gender y queer . En segundo lugar se dedica a estudiar cómo esas categorías entran en juego en la literatura latinoamericana a partir de un corpus conformado por obras de tres grandes autores: Néstor Perlongher, Pedro Lemebel y Copi; por último, se aboca a analizar la movida queer en la literatura actual tomando como puntos de referencia tres novelas, Selena, vestida de pena (2020) de la puertorriqueña Mayra Santos-Febres; Las malas (2019) de Camila Sosa Villada y Las aventuras de la China Iron (2017) de Gabriela Cabezón Cámara.

La siguiente nota, que es prácticamente la reproducción y transcripción de un diálogo espontáneo y real que sostuvimos mientras caminábamos por las callecitas sinuosas y arboladas de la ciudad de Pinamar, nace de un interés genuino por querer aclarar o determinar los alcances del concepto “queer” al momento de armar un corpus de textos literarios para analizar desde la teoría, ya sea en el ámbito de la investigación pero también educativo y docente. Cada vez son más los estudiantes que se sienten convocados e interesados en la temática (que excede lo literario, por supuesto) y se hace difícil dar con un cuerpo literario lo suficientemente amplio.

Estoy convencida de que el resultado de este diálogo (que es, más que otra cosa, una serie de preguntas dirigidas a José Amícola y la puesta en marcha de un mecanismo de reflexión en voz alta) resultará no solamente de interés para seguir pensando sino para seguir trabajando políticamente.


— ¿Cómo fue tu encuentro con Camila Sosa Villada?

— Bueno, fue un hecho finalmente fortuito, porque después de haber fracasado para acercarme a ella en la Feria del Libro de Buenos Aires en el 2022, cuando la marejada popular era imposible de franquear, pensé, con razón, que la lectura que Camila estaba por realizar en el marco de los encuentros literarios del Viejo Hotel Ostende en enero del 23 me daría una oportunidad más propicia. Y así fue, Camila leyó allí un relato que se basa en la condena a muerte de unos maricas mexicanos en el siglo XVII. En la post-lectura y antes de la consabida firma de ejemplares para un público reducido, finalmente me acerqué al podio y le obsequié mi último libro editado, con la esperanza de que leyera de allí un capítulo donde analizo Las malas. En los breves minutos del diálogo le conté a la autora que hacía tiempo la había visto en Córdoba en sus primeras representaciones de “Carnes tolendas”, la obra que la catapultó a la escena cordobesa. Cuando agregué que eso pudo haber sido por el año 2011, ella me contestó que le parecía algo de “siglos atrás”. Este comentario me dio pie después para pensar en cómo la actriz (y luego autora) había recorrido un largo y venturoso camino hacia la fama de un modo vertiginoso.


— ¿Vos creés que los escritores que no están en contacto con lo que sucede dentro del mundo académico, están, sin embargo, al tanto de lo que se analiza y se escribe sobre ellos?

— No, no se enteran por varias razones. En primer lugar, siempre existió un desfasaje temporal entre lo que se investiga en los vericuetos académicos y lo que se produce artísticamente. En las universidades, hasta hace muy poco, no estudiábamos las obras de autores NO consagrados. Eso ha cambiado ahora; sin embargo, los autores jóvenes sienten prejuicios contra la así llamada “Academia”, a la que conocen mal. La mayoría pone en una misma bolsa lo que llaman “LA Crítica”; pero, en rigor, bajo estos prejuicios los escritores jóvenes están pensando en lo que se escribe sobre ellos en los diarios. Por un giro perverso, ese periodismo ligero – por lo coyuntural- se confunde con los estudios más sesudos que salen del mundo académico y que son más profundos, en tanto van precedidos de una investigación. Así, por ello, mi intención fue acercarle a Camila mi estudio para dárselo en mano, porque de otra manera me pareció que nunca habría de toparse con él. De la misma manera unos años antes le había entregado en mano a Selva Almada mi contribución titulada “Despecho macho” que era un análisis sobre el sistema sexo-género en su novela Ladrilleros.


— ¿Leíste algo más de Sosa Villada luego de escribir sobre Las malas?

— Sí, por supuesto. Sigo a Sosa Villada desde sus comienzos y por eso me interesó primero su actuación en teatro y también en cine. Su presentación en sociedad como escritora me sorprendió, como a todo el mundo, pero también después de leer Las malas, texto dolorosamente autobiográfico, a mí me intrigaba qué camino tomaría su escritura para despegarse de costado tan vivencial y lacerante y seguir siendo punzante e interpelante. Justamente en el relato “Cotita de la Encarnación”, en el que la autora da vida al marica mexicano Juan de la Vega Galindo (en Soy una tonta por quererte) se descifró para mí la incógnita de un derrotero, pues aquí se nos presenta una ficción de siglos pasados que solo coincide con la vida de la autora en la cuestión de que el protagonista sufre el dolor de la humillación que se gesta en culturas homofóbicas.


— ¿Es un cuento queer?

— Esta es una cuestión sumamente relevante que hace al meollo de nuestra conversación. Voy a agarrar el tema situándome temporalmente, pero no en el tiempo del personaje Cotita de la Encarnación, sino en el de Camila Sosa Villada. Como sabemos la autora eligió presentarse como una “persona” de extrema femineidad (basada en una construcción bien armada corporalmente), mientras nosotros – su público – somos conscientes, al mismo tiempo, de que ella ha hecho del travestismo un estilo de vida. Somos conscientes también de que, por el momento, no aparece en su horizonte corregir la naturaleza con una cirugía. Dicho esto, entendemos, entonces, como público lector, que su postura vital tiene que ver con un torcimiento (una queerness) de los datos biológicos. Ha sido justamente esta Camila-queer la que ha ido a indagar en viejos archivos mexicanos. Así para mí es importante que Camila haya querido construir un texto de ficción al quedar prendada de noticias de la Vieja España que condenaban el pecado nefando de sodomía. Esta misma “persona”-Camila pudo transformar, por cierto, la crónica en un hecho artístico, dotando de voz al subalterno, o mejor, al individuo monstruoso (Juan de la Vega Galindo, alias Cotita de la Encarnación). Siguiendo el hilo de mi propio razonamiento, me pregunto si habría sido posible que otro autor o autora antes del corte que significan los años 90 echara mano a un argumento semejante dentro de la literatura latinoamericana, de modo tal de poner todo el peso del relato en boca de un personaje que toma la palabra diciendo “yo” para dar a conocer el infortunio de un marica condenado de antemano. Evidentemente, para la aparición de un relato de tal envergadura hizo falta que las sociedades modernas cruzaran un umbral de conciencia o concientización con respecto no a lo obsceno solamente, sino a lo soterrado del sistema. En ese sentido, puedo afirmar que el relato “Cotita de la Encarnación” obliga a que sea leído con una mirada torcida. Y he aquí el gran asunto de si puede ser un texto el torcido o si es la mirada. Creo que “la revolución gay” de los años 60 y 70 no habría dado para tanto. En efecto, cuando los grupos disidentes arrojaron por la borda la rotulación de “homosexual” para librarse del estigma que ese título cargaba, redescubrieron un término en inglés que, además de significar en época moderna “alegre”, podía recuperar un sentido más antiguo de “ligero” y “frívolo” (y, por lo tanto, simpáticamente “erótico”). El nuevo concepto fijaba y daba esplendor a lo que durante mucho tiempo se había tratado de mantener innombrado. Sin embargo, para lograr la adaptación social el movimiento gay tenía que abdicar de su costado más revulsivo, escondiendo bajo la alfombra lo que rompía con ciertos cánones de belleza que predominaban en todo el mundo moderno (desde EEUU a Japón), mediante la fórmula “Nice to be gay”. Aquello que molestaba a una aceptación social era justamente todo lo que pasara ciertas barreras de belleza. El travestismo y la transexualidad no iban a franquear indemnes la aduana que las sociedades burguesas habían montado, pues esas “contorsiones” obligaban a una torsión de las definiciones hacia el sistema de esencias (tan caro a las fijaciones que montaría el movimiento gay-lésbico). Llegados al final del siglo XX, las perspectivas sociales empezaron, sin embargo, a cambiar drásticamente, casi sin que nos demos cuenta, pues la plataforma que nos dejaban las arremetidas gay-lesbianas comenzaba a parecer angosta, haciendo agua por los cuatro costados, dado que estaba demasiado basada en la búsqueda de una inmutabilidad, del tipo “soy gay, soy lesbiana” y, por lo tanto, también puedo ser “bello/bella”. Estos patrones de inteligibilidad eran, en efecto, tipos inconmovibles dentro de la clasificación social muy apropiados para embanderarse detrás de un colectivo de barricada. Y esa movida fue benéfica y contribuyó al subsiguiente operativo del “salir del armario”. Camila Sosa Villada pertenece, sin embargo, a un nuevo cuño, porque su elección se apoya en la ambigüedad y la verdad de doble filo y, por lo tanto, su mirada dentro de su escritura no puede dejar de ser bizca, torcida, oblicua (o “queer”). De hecho, su femineidad es pura construcción; una construcción que, al mismo tiempo, coquetea con la “no femineidad” por lo bajo de la superficie de su pose y de su vestuario, como se da siempre en el travestismo (unos hombros más amplios y unas caderas más angostas que las femeninas). Es aquí en la mirada de una escritora queer donde el nuevo público encuentra su afinidad de época. Siguiendo la lógica de mi razonamiento, tengo que aclarar aquí que cuando leo un texto de ficción, no dejo de preocuparme por el hecho de si la escritura que tengo delante proviene de una mujer o de un disidente sexual, porque sospecho que estos artistas van a hacer sonar, seguramente, un dispositivo de atención para detectar las manipulaciones del sistema sexo-genérico. Con la misma ilusión, espero que una escritora joven o un escritor de sexualidad disidente me digan algo de los embates sociales no para autentificar el estado de las cosas, sino mirando el asunto desde un costado novedoso e iluminador; y espero también que estos autores miren “torcido” justamente el asunto de la ideología de género; pues, mal que le pese al Papa Francisco, ha sonado la hora de su puesta en cuestión.


— Como lector y como crítico literario ¿te representás figuraciones acerca de la producción futura de los escritores que te gustan? ¿Qué preguntas te hacés, por ejemplo, ante los escritores trans y las temáticas que abordan?

— Esta pregunta me viene bien para aclarar un poco más lo que vengo diciendo. Leo, por supuesto, literatura escrita recientemente por varones, por mujeres y por individuos de sexualidad diferente, esperando de todes una apertura lúcida hacia las cuestiones del sistema sexo-género. Esto sucede, por supuesto, con quienes se han lanzado a la palestra en las últimas décadas. De esta manera si se trata de gente joven no soporto que incurran en una ceguera de género, pues cada uno se debe a su época y la apertura que mencioné antes
aparece ahora como un “mínimo imponible”. No tengo más remedio que tolerar, sin embargo, las caídas
repugnantes en los estereotipos no revisados en ciertos escritores del pasado (por ejemplo: Alejo Carpentier, con sus mujeres de caderas amplias como buenas paridoras); pero me regocijo con autores geniales del canon como Cervantes o Shakespeare que tuvieron la apertura necesaria como para pensar qué les pasaría a las mujeres que necesitasen travestirse para salir al mundo. En efecto, sin pensarlo – o pensándolo soterradamente – Cervantes y Shakespeare crearon en sus obras algunas heroínas singulares para la época que al transvestirse para trascender las limitaciones que les vedaban el camino de la aventura, pervirtieron todo el sistema sexo-género del momento, ya sea mostrando la aparición del macho suave o concitando en los otros varones del elenco una inclinación perturbadora por el mismo sexo.

Por otro lado, pensando en la nueva inmensa camada de mujeres que escriben y son aceptadas con mucho éxito por las editoriales (cosa que no sucedía ni siquiera en los liberales años 60), me viene a la mente la idea de una avalancha que no puede quedar sin analizar. Atención, que no quiero decir tampoco que la escritura de las mujeres sea “femenina” por las metáforas o artificios que utilice, sino por la posibilidad de enfocar las maquinaciones del mundo desde una perspectiva que en muchos sentidos no sea solamente subsidiaria al mundo de los varones. Puesto esto en claro, armar un corpus progresista no significaría dejar de lado a los representantes masculinos; más bien se los podría tomar como contraste, tanto a los “machirulos” como aquellos varones escritores que se presentan más aceitadamente al acecho de las manipulaciones de género. Me encanta así descubrir que un Roberto Bolaño no es un escritor ingenuo frente a los cambios de la ideología genérica de los últimos años, sino que con conciencia interviene en la disputa. Me indigno, en cambio, con un Vargas Llosa que ha apelado a la característica de la homosexualidad para denigrar la construcción de un personaje de ficción que debía aparecer como negativo en su obra (ejemplo: Conversación en La Catedral). En definitiva, estoy a la espera de ver en qué medida los autores que me gustan van apropiándose más y más de la polémica de género con una lucidez que es la que corresponde a nuestros avances como sociedad. Pienso en la obra de la ya mencionada Selva Almada, en la de Gabriela Cabezón Cámara o de Samantha Schweblin, entre otra mucha gente que se abre camino en el campo literario rioplatense.


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