10 años de la Ley de Salud Mental y Adicciones
2010
Por aquel entonces, me encontraba cursando las últimas materias de la carrera de Psicología. Era una estudiante y militante interpelada por el acontecer social.
Ese año nuestro país celebraba los 200 años: el Bicentenario. Vivimos una fiesta histórica y popular, artistas en los escenarios, intervenciones en diferentes espacios, millones de argentinas y argentinos en las calles, y siete Presidentes Latinoamericanos caminando entre el pueblo. Fue un hecho político donde se puso en valor la democracia y la integración de la Patria Grande.
Un año significativo en el que se consolidaron algunos proyectos y se sancionó una ley reconocida mundialmente por su compromiso con los derechos humanos.
Dicha Ley fue pensada, debatida y presentada por colectivos, organismos e instituciones que defendía y creían que otras intervenciones en el campo de la salud mental eran posibles. Intervenciones más éticas, comprometidas con los derechos de las y los usuarios de los servicios de salud.
El proyecto de esa Ley fue tomada por algunos legisladores, quienes a partir de su labor sancionaron la Ley N° 26.657: Ley de Salud Mental y Adicciones, la cual tiene por objeto “asegurar el derecho a la protección de la salud mental de todas las personas, y el pleno goce de los derechos humanos de aquellas con padecimiento mental que se encuentran en el territorio nacional”.
Este marco normativo, abrió nuevos horizontes para las prácticas en el campo de la salud y la salud mental. La modalidad de abordaje propuesta centrada en la persona y sus vínculos familiares, afectivos y comunitarios, fue un cambio significativo ya que preferentemente instaba a desarrollar intervenciones fuera de los ámbitos de internaciones hospitalarias y que las mismas sean desarrolladas de manera interdisciplinaria e intersectorial.
En este contexto, la Ley nos lleva a reflexionar sobre nuestros posicionamientos y sobre conceptos como locura, clínica e intervenciones.
Históricamente la locura era considerada como aquellos sujetos que se salían de la norma y que no debían estar en la sociedad porque además de locos eran peligrosos. La causa de esta locura generalmente se la asociaba a alguna patología genética o biológica.
De este modo, dichas situaciones se abordaban a través del encierro y de internaciones por tiempo prolongado e indeterminado, con el claro objetivo de retirar a estas personas de la escena pública en general, y de la escena familiar en particular.
La única clínica posible era la de la medicina hegemónica con sus conocimientos estancos, el saber de una disciplina sobre otros considerados inferiores.
A partir de la Ley 26.657 se instituyen y legitiman nuevas definiciones y nuevas prácticas. En su artículo 3, plantea que “se reconoce a la salud mental como un proceso determinado por componentes históricos, socio-económicos, culturales, biológicos y psicológicos, cuya preservación y mejoramiento implica una dinámica de construcción social vinculada a la concreción de los derechos humanos y sociales de toda persona”.
En este sentido, se habilita otra definición de salud mental, desprendiéndose así del tinte biologicista obstaculizador.
Además, agrega en el artículo 4 que las adicciones deben ser abordadas como parte integrante de las políticas de salud mental. Considerando que quienes atraviesan un consumo problemático de drogas, legales e ilegales, deben tener todos los derechos y garantías que se establecen en la presente ley.
Este escenario nos permitió identificar varias cuestiones, principalmente la tensión que estábamos (y aún seguimos) atravesando, entre diferentes paradigmas. Por un lado, el médico hegemónico, el de las corporaciones o del lucro, como dice Jorge Rachid. Y por el otro, el los derechos como anclaje ético y porvenir.
En el entrecruzamiento de prácticas conservadoras con el empuje de nuevas propuestas, en el movimiento de lo instituido y lo instituyente, se construyen nuevos nudos.
El pasado 25 de noviembre se celebraron 10 años de la sanción de esta Ley, y en este contexto de pandemia donde algunos sectores quisieron instalar una falsa tensión entre salud y salud mental, se realizaron varias jornadas y ciclos de conversaciones con el objetivo de reflexionar sobre estos años transitados.
Se reconoce la gran potencia de esta Ley construida y sostenida desde una mirada de salud colectiva enlazada a la defensa y garantía de los derechos humanos. Y se invita a seguir discutiendo sobre los entrecruzamientos e intersecciones que están presentes en los territorios actuales.
Un colega de la ciudad de Rosario planteaba que “hay muchas compañeras y compañeros del campo de la salud mental que están encerrados en instituciones monovalentes”, desarrollando posiblemente prácticas que buscan subjetivar, pero que paradójicamente están encorsetados en la dinámica y la lógica de este tipo de instituciones.
Como colectivo, es preciso reflexionar sobre los efectos de nuestras prácticas cotidianas, sobre los avances que pudimos realizar y sobre los aspectos en los que estamos detenidos. Fundamentalmente como trabajadores de la salud mental debemos preguntarnos ¿hasta cuándo vamos a sostener prácticas que fragmentan, segmentan y excluyen?
Hay desafíos que debemos aceptar con compromiso y fortaleza. Debemos decir basta de etiquetas, basta encierros por tiempo indefinido. Como dice Alicia Stolkiner: “se trata de abrir y diversificar las instituciones para que la comunidad entre en ellas. Y quienes ya están en instituciones, muchas y muchos desde hace años, puedan volver a la comunidad”
En esos nudos, formados por lazos que se mueven, se enredan y se entrelazan, es que podemos visibilizar los obstáculos de estos años transitados, pero también los aciertos.
Se están anudando nuevas fuerzas que sostienen la conocida consigna "una sociedad sin manicomios es posible", consigna que pide cerrar instituciones monovalentes, pero que fundamentalmente pide habilitar dispositivos que alojen el sufrimiento psíquico.
10 años de la Ley de Salud Mental y Adicciones Por aquel entonces, me encontraba cursando las últimas materias de la carrera de Psicología. Era una estudiante y militante interpelada por el acontecer social. Ese año nuestro país celebraba los 200 años: el Bicentenario. Vivimos una fiesta histórica y popular, artistas en los escenarios, intervenciones en diferentes espacios, millones de argentinas y argentinos en las calles, y siete Presidentes Latinoamericanos caminando entre el pueblo. Fue un hecho político donde se puso en valor la democracia y la integración de la Patria Grande. Un año significativo en el que se consolidaron algunos proyectos y se sancionó una ley reconocida mundialmente por su compromiso con los derechos humanos. Dicha Ley fue pensada, debatida y presentada por colectivos, organismos e instituciones que defendía y creían que otras intervenciones en el campo de la salud mental eran posibles. Intervenciones más éticas, comprometidas con los derechos de las y los usuarios de los servicios de salud. El proyecto de esa Ley fue tomada por algunos legisladores, quienes a partir de su labor sancionaron la Ley N° 26.657: Ley de Salud Mental y Adicciones, la cual tiene por objeto “asegurar el derecho a la protección de la salud mental de todas las personas, y el pleno goce de los derechos humanos de aquellas con padecimiento mental que se encuentran en el territorio nacional”. Este marco normativo, abrió nuevos horizontes para las prácticas en el campo de la salud y la salud mental. La modalidad de abordaje propuesta centrada en la persona y sus vínculos familiares, afectivos y comunitarios, fue un cambio significativo ya que preferentemente instaba a desarrollar intervenciones fuera de los ámbitos de internaciones hospitalarias y que las mismas sean desarrolladas de manera interdisciplinaria e intersectorial. En este contexto, la Ley nos lleva a reflexionar sobre nuestros posicionamientos y sobre conceptos como locura, clínica e intervenciones. Históricamente la locura era considerada como aquellos sujetos que se salían de la norma y que no debían estar en la sociedad porque además de locos eran peligrosos. La causa de esta locura generalmente se la asociaba a alguna patología genética o biológica. De este modo, dichas situaciones se abordaban a través del encierro y de internaciones por tiempo prolongado e indeterminado, con el claro objetivo de retirar a estas personas de la escena pública en general, y de la escena familiar en particular. La única clínica posible era la de la medicina hegemónica con sus conocimientos estancos, el saber de una disciplina sobre otros considerados inferiores. A partir de la Ley 26.657 se instituyen y legitiman nuevas definiciones y nuevas prácticas. En su artículo 3, plantea que “se reconoce a la salud mental como un proceso determinado por componentes históricos, socio-económicos, culturales, biológicos y psicológicos, cuya preservación y mejoramiento implica una dinámica de construcción social vinculada a la concreción de los derechos humanos y sociales de toda persona”. Además, agrega en el artículo 4 que las adicciones deben ser abordadas como parte integrante de las políticas de salud mental. Considerando que quienes atraviesan un consumo problemático de drogas, legales e ilegales, deben tener todos los derechos y garantías que se establecen en la presente ley. Este escenario nos permitió identificar varias cuestiones, principalmente la tensión que estábamos (y aún seguimos) atravesando, entre diferentes paradigmas. Por un lado, el médico hegemónico, el de las corporaciones o del lucro, como dice Jorge Rachid. Y por el otro, el los derechos como anclaje ético y porvenir. En el entrecruzamiento de prácticas conservadoras con el empuje de nuevas propuestas, en el movimiento de lo instituido y lo instituyente, se construyen nuevos nudos. El pasado 25 de noviembre se celebraron 10 años de la sanción de esta Ley, y en este contexto de pandemia donde algunos sectores quisieron instalar una falsa tensión entre salud y salud mental, se realizaron varias jornadas y ciclos de conversaciones con el objetivo de reflexionar sobre estos años transitados. Se reconoce la gran potencia de esta Ley construida y sostenida desde una mirada de salud colectiva enlazada a la defensa y garantía de los derechos humanos. Y se invita a seguir discutiendo sobre los entrecruzamientos e intersecciones que están presentes en los territorios actuales. Un colega de la ciudad de Rosario planteaba que “hay muchas compañeras y compañeros del campo de la salud mental que están encerrados en instituciones monovalentes”, desarrollando posiblemente prácticas que buscan subjetivar, pero que paradójicamente están encorsetados en la dinámica y la lógica de este tipo de instituciones. Como colectivo, es preciso reflexionar sobre los efectos de nuestras prácticas cotidianas, sobre los avances que pudimos realizar y sobre los aspectos en los que estamos detenidos. Fundamentalmente como trabajadores de la salud mental debemos preguntarnos ¿hasta cuándo vamos a sostener prácticas que fragmentan, segmentan y excluyen? Hay desafíos que debemos aceptar con compromiso y fortaleza. Debemos decir basta de etiquetas, basta encierros por tiempo indefinido. Como dice Alicia Stolkiner: “se trata de abrir y diversificar las instituciones para que la comunidad entre en ellas. Y quienes ya están en instituciones, muchas y muchos desde hace años, puedan volver a la comunidad” En esos nudos, formados por lazos que se mueven, se enredan y se entrelazan, es que podemos visibilizar los obstáculos de estos años transitados, pero también los aciertos. Se están anudando nuevas fuerzas que sostienen la conocida consigna "una sociedad sin manicomios es posible", consigna que pide cerrar instituciones monovalentes, pero que fundamentalmente pide habilitar dispositivos que alojen el sufrimiento psíquico. |
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