Mi amigo Panta
Luis Leopoldo Franco
Luis Leopoldo Franco nació en Belén, Catamarca, un 15 de noviembre de 1898, era hijo de Luis Antonio Franco y de Balbina Acosta de Franco. Se destacó como alumno en el Colegio Nacional, y a la par satisfacía su curiosidad de vida y de mundo a través de los libros.


Pienso que soy de esos hombres a quienes cuesta un poco brindar su amistad o aceptar la ajena.

Con Panta fue otra cosa, pues por él supe que la amistad puede ser un aguinaldo de la suerte. Bueno ¡pero ¡quién no se sentía amigo de Panta! Conocerlo y tratarlo media hora ya era comenzar a quererlo. Parecía que el caudal del corazón, que en los demás es tacaño o está escondido bajo arena o fango, brotaba en él con espontaneidad y limpieza de manantial.

No era de esos que por instinto le mezquinan el bulto a cualquier compromiso, si no entrevén ventaja, y se sienten como a distancia o por encima de los demás y siempre están como de vuelta, y ante las peores lástimas ajenas se quedan como convidados de piedra, como si eso no rezara con ellos. Digo que a comedido ante la aflicción o la necesidad de los otros era difícil que alguien le pusiese a mi amigo el pie adelante. Y algo menos común, si cabe: nunca conocí cristiano más capaz de regocijarse con la alegría del prójimo.

Yo sospecho que los malos de verdad son pocos, y que los realmente buenos son más pocos todavía.

¿Entonces? Que la oronda mayoría de los hombres somos como camino de médano, que ni es camino ni deja de serlo… y ahí está: yo llego a creer que si una canallada se está cometiendo a nuestra vista, sin que nosotros alcemos la voz o la mano… es porque ya estamos encanallados. Los más de los hombres ladean los ojos y cierran bien el pico cuando la injusticia o el robo son hazaña de algún ahijado del gobierno o la fortuna. ¡Y no me digan a mí que ésa es gente honrada!

Si, ya ponderé que no había hombre como Panta para alargar la cuarta en el pantano al medio hundido. Y sin embargo no todos sus amigos, y yo el primero, estábamos por entero conformes con él. No sé cómo explicarlo.

Soy hombre rudo y con frecuencia las palabras se me entreveran como reses de marcas diferentes. Quiero decir, por ejemplo, que la imaginación del hombre prefiere irse por huellas trilladas, aunque no lleven a ninguna parte, y sólo por milagro se anima a abrir una picada nueva. Malicio que no logro hacerme entender. Vuelvo a mi amigo Panta y repito que él era la nobleza misma, pero ante la injusticia no parecía turbarlo la indignación.

En sus ojos claros parecía remansada la serenidad. Ante un abuso de la autoridad o del patrón se encogía de hombros, con una sonrisa de impotencia o de desprecio, no sé… ¿Creía que el mundo había sido siempre así y que rebelarse era patear contra el clavo?


II

Como casi todos los pobres de estas tierras nuestras en que la Pobreza manda más que la Providencia, Panta, desde niño, se había avezado con delicadeza a toda clase de trabajos brutos:

campeador en el cerro, labrador en tierras ajenas, hacheador en el monte, obrero de zafra o de mina -porque el necesitado, ya se sabe, se ve forzado a cambiar de sitio como la luz mala-.

He conocido, aquí y allá, trabajadores de gran baquía y aguante, pero nunca uno en quien la fuerza y la certería fuesen como el pulgar y el índice, si no es Panta. Y parecía que todo lo hacía no sólo sin esfuerzo, sino por pasar el rato. No es mucho, pues, que el verlo trabajar tuviese algo de fiesta, fuese un regalo para la vista y el ánimo, como lo es para el oído una guitarra en buenas manos. Verlo tumbar solito un toro, por ejemplo, para caparlo o curarlo, atándolo del primer tronco o poste a mano con una punta del lazo y con la otra enredándole el lomo y las patas y tirando hacia atrás, sin violencia, hasta que el animal se acostara como por su propio gusto. Lo he visto dar el primer riego a un trigal en invierno (cuando el agua suele escarcharse donde se remansa un poco) durante dos días y una noche él solo y sin más pausa que la precisa para cocer el mate o chamuscar el churrasco. Cosa más seria aún era ponderar la seguridad y resistencia de su muñeca en las faenas de la zafra y sobre todo en las de un desmonte.

Panta, de una ojeada a un laurel o un chalchal, parecía adivinarle la disposición exacta de los raigones ocultos y ya estaba meneándoles pala y pico, sin apuro y sin demora, para descubrirlos, y no tardaba en llegar el eco del primer hachazo. Cuando las raíces trazadas formaban ya una parva de leña y el socavón tragaba su cuerpo, Panta sabía bien cuál era el último raigón cuyo corte iba a decidir la caída del gigante y sobre qué costado se volcaría. Si se trataba de acostar un árbol mutilando su tronco a flor de tierra, Panta parecía tomar la fajina como un contrapunto entre dos payadores de mentas. Se lo veía darle al hacha, gobernándola mano a mano con la derecha y con la zurda, durante un tirón que hubiera reventado a cualquier otro, y eso sin acortar el resuello ni dar señales de calambre en los dedos, y sin que cada hachazo no cayese en el lugar justo, sin fallar ni en el grosor de un pelo -todo de modo tan limpio que el corte en redondel iba adelgazándose hacia abajo como un trompo, hasta terminar en púa…-.

Los demás hacheadores solían pararse a mirar. Cuando caía el árbol, Panta, resollando como parejero recién descinchado, sonreía mientras se sacaba con una mano de canto el sudor de la frente. Calmado al fin, encendía un cigarrillo, y arrastrando los pies y con alguna broma al caso, para quitar toda importancia a la cosa, se arrimaba a dar una manita al compañero más atrasado en una tarea. Así fue como ocurrió el percance que le costó dos meses de enfermería y de jornales perdidos: por salvar a un hacheador de ser aplastado por un cedro se dejó apretar él por la punta de las ramas.

Sin duda huelga agregar que Panta (que cumplía con devoción todo compromiso, que se empleaba a fondo en cualquier trabajo, aun el acérrimo, sin protestas ni rezongas, y aun al parecer, complacido), Panta, digo, era el obrero de más crédito cualquiera fuese la laya de patrón que le tocase.

Qué más se querían ellos, que de juro se dirían en sus adentros: ¡ojalá todo peón le pisara el rastro a éste!

Pero no se me quiera entender mal. Panta jamás buscaba acomodo, ni lo vi galopar al costado de nadie, ni tenerle el estribo a nadie, por muy don que fuese.

III

Se estará medio adivinando ya que Panta no llevaba la marca de los calaveras, los chupadores o los mujeriegos. Sí, pero parece tributo exigido por el diablo el que no haya hombre sin alguna falla y Panta tenía una y no chica: la del juego. Y yo era el primero en lamentarlo sin más que basarme en el hecho de que como jugador nunca pasó de recluta. Aunque soy el menos dado a meterme donde no me llaman, a Panta solía cargarle la romana en esta debilidad suya. Convénzase, amigo -comenzaba-, que quien pone su confianza en su trabajo no debe ponerla jamás en la suerte, porque ésta es hembra y tiene que sentir celos y castigar al ingrato. Por otra parte -agregaba-, si sacamos bien las cuentas, ¿qué quiere hacer un sujeto como Ud. o como yo, con las manos embrutecidas de callos, frente a un jugador de respeto, que le huye al trabajo como a la tiña y suele tener unas manos tan suaves como las de un vendedor de sedas, y dedos que deletrean el naipe con sólo tantearle el lomo, o con nada más que acariciar la taba le enseñan las vueltas justas que ha de dar en el aire para caer sonriendo a la suerte…? ¡Y no hablemos si nos topamos con un tahúr, de alma más hueca y dañosa que el colmillo de la víbora!

Pero todo era inútil. Daban ganas de llorar o de tratarlo como a un niñito que juega con un arma cargada cuando uno veía a Panta perder en un rato de carpeta o en unos cuantos tumbos de taba todo o casi todo el haber juntado en dos o tres meses de esa fajina suya que valía por dos.

¿Por qué hacía eso? A veces, para pensar mejor, se me ocurría creer que Panta tentaba a la suerte buscando liberarse alguna vez de la cruz negrera.

Y tal vez yo tenía un poco la culpa con mi refrán preferido: “Las manos de uno no sacan de pobre sino el trabajo de los otros”. Aunque hablo sólo por hablar, pues en lo atinente a la plata y al modo de ganarla, con Panta nunca emparejamos nuestros pareceres. Mejor dicho, él creía, como todos los resignados, que pretender cambiar un poco el mundo es escupir contra el viento.

Cuando en algún estrecho huelgo de la vida jornalera yo estiraba demasiado el silencio, como me ocurre a veces, Panta solía chumbarme: ¡Pero diga algo amigo! Se está ahí como santo al que le pasó el día…

Yo no desperdiciaba la ocasión de recomenzar mi retintín, aunque no era de cencerro sino de hierro golpeado. “Muchas tajadas tiene el melón, pero al pobre sólo le tocan las cáscaras”.

“Unos nacen para chapalear sobre el propio sudor y otros para hamacarse en la vida como achira en remanso”.

“El gobierno y las leyes y lo demás, son de ellos… y curándose el maldeojo cualquiera lo ve”. Y así, dale que dale con esas cosas que a mí -vaya a saber por qué- me duelen más que a los otros. (Si no fuera por la vergüenza confesaría que a veces me cuesta sujetar el llanto, como si yo estuviera en deuda con todos los aporreados por el hambre y la injusticia, como si llevara adentro la pena del mundo.) ¿Y Panta? Remendando algo, o afilando una herramienta, mudo o silbando bajito.

-¡Pero, amigo, responda algo! ¿O vende ahora las palabras?

-¿Yo…? -contestaba al fin con una sonrisa que a mí me parecía de una pena muy honda, como de novia que se pisotea el corazón antes de decir el sí que le arrancan.

-¡Qué voy a decir! Que las cosas vienen así desde atrás y no seremos nosotros quienes podamos mudarlas…

-¡O nosotros o nadie, compañero! -saltaba yo, porque eso venía a pegarme en la matadura.

Y la cosa terminaba casi siempre ahí, por acuerdo mudo de ambos lados, pues adivinábamos que de seguirla no haríamos más que amargarnos uno al otro.

IV

Y un día nos separamos, porque el pobre debe acudir aquí o allá, es decir, donde está el que alquila su trabajo. Alguna vez, contestando a unos garabatos míos, me contó que trabajaba en un camino que cruzaba un cerro, con un buen jornal y no lejos de su pago. Otro día un compañero me dio pormenores. Panta era capataz de cuadrilla, pero al revés de lo que suele ocurrir con los capataces de cualquier obra, que miran desde lejos a sus subordinados, Panta (que ponía el hombro, antes que nadie, a las tareas más crudas o riesgosas, que afilaba las herramientas y cargaba los tiros de dinamita, no siendo ésas obligaciones suyas, que paliaba o enmendaba las faltas ajenas, y todavía los domingos recortaba el pelo o afeitaba gratis a cuantos tenían ese antojo, siempre con esa sonrisa que le salía desde adentro), Panta se había hecho el rey del corazón de sus compañeros.

Así, hasta que un día reventó como un caballo galopado más allá de lo que dan sus bofes, digo, le falló el corazón, según parece de resultas de una mala fuerza hecha al voltear un peñasco. Y aquel león de la fuerza y el esfuerzo, forzado al descanso, se murió de pena y tan pobre, que yo, y otros no más pudientes que yo, debimos costear los gastos del velorio y hombreamos el ataúd, de tablas de cajón, hasta el cementerio.

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Luis Leopoldo Franco nació en Belén, Catamarca, un 15 de noviembre de 1898, era hijo de Luis Antonio Franco y de Balbina Acosta de Franco. Se destacó como alumno en el Colegio Nacional, y a la par satisfacía su curiosidad de vida y de mundo a través de los libros.

En 1918 ganó el Premio de Honor en el certamen literario Juegos Florales, presidido por Jaimes Freyre, con su Oda Primaveral. La prensa del país y la popular revista Caras y Caretas comentaron ese pintoresco episodio ya que, llegado el día en que se entregaban los premios y sin tener noticias del ignoto escritor, este se presentó, acompañado de un peón, habiendo viajado en lomo de mula durante dos días hasta la ciudad de Tucumán, para recibir la distinción. Hizo el servicio militar en Buenos Aires, durante el cual pasó gran parte del tiempo en el calabozo a causa de su temperamento. Inició la carrera de Derecho, la cual abandonó en el segundo año cuando advirtió "su escasísima fe en las verdades universitarias e intuyó su incompatibilidad total con la jurisprudencia".

En Buenos Aires trabajó en la Biblioteca Nacional del Maestro, empleo que, al decir de Franco, le proporcionaba «una situación muy modesta pero cómoda, con bastante tiempo libre». En Belén trabajó como labrador de una finca donde combinaba el cultivo de cereales y pastos con el de la vid. Ahí hacía de patrón, capataz y peón a la vez; de herrero, carpintero y talabartero cuando era necesario. Durante décadas trabajó la tierra, desmontando, nivelando y cultivando alfalfa, vid y conformando una granja. Sufrió varias veces la cárcel por defender el agua de riego, respaldando a los labriegos y por ser considerado enemigo del gobierno y de la sociedad.

Murió un 1 de junio de 1988, en soledad y pobreza, y próximo a cumplir sus 90 años, en un asilo de ancianos de Ciudadela, donde transcurrió sus últimos años.

Pienso que soy de esos hombres a quienes cuesta un poco brindar su amistad o aceptar la ajena.

Con Panta fue otra cosa, pues por él supe que la amistad puede ser un aguinaldo de la suerte. Bueno ¡pero ¡quién no se sentía amigo de Panta! Conocerlo y tratarlo media hora ya era comenzar a quererlo. Parecía que el caudal del corazón, que en los demás es tacaño o está escondido bajo arena o fango, brotaba en él con espontaneidad y limpieza de manantial.

No era de esos que por instinto le mezquinan el bulto a cualquier compromiso, si no entrevén ventaja, y se sienten como a distancia o por encima de los demás y siempre están como de vuelta, y ante las peores lástimas ajenas se quedan como convidados de piedra, como si eso no rezara con ellos. Digo que a comedido ante la aflicción o la necesidad de los otros era difícil que alguien le pusiese a mi amigo el pie adelante. Y algo menos común, si cabe: nunca conocí cristiano más capaz de regocijarse con la alegría del prójimo.

Yo sospecho que los malos de verdad son pocos, y que los realmente buenos son más pocos todavía.

¿Entonces? Que la oronda mayoría de los hombres somos como camino de médano, que ni es camino ni deja de serlo… y ahí está: yo llego a creer que si una canallada se está cometiendo a nuestra vista, sin que nosotros alcemos la voz o la mano… es porque ya estamos encanallados. Los más de los hombres ladean los ojos y cierran bien el pico cuando la injusticia o el robo son hazaña de algún ahijado del gobierno o la fortuna. ¡Y no me digan a mí que ésa es gente honrada!

Si, ya ponderé que no había hombre como Panta para alargar la cuarta en el pantano al medio hundido. Y sin embargo no todos sus amigos, y yo el primero, estábamos por entero conformes con él. No sé cómo explicarlo.

Soy hombre rudo y con frecuencia las palabras se me entreveran como reses de marcas diferentes. Quiero decir, por ejemplo, que la imaginación del hombre prefiere irse por huellas trilladas, aunque no lleven a ninguna parte, y sólo por milagro se anima a abrir una picada nueva. Malicio que no logro hacerme entender. Vuelvo a mi amigo Panta y repito que él era la nobleza misma, pero ante la injusticia no parecía turbarlo la indignación.

En sus ojos claros parecía remansada la serenidad. Ante un abuso de la autoridad o del patrón se encogía de hombros, con una sonrisa de impotencia o de desprecio, no sé… ¿Creía que el mundo había sido siempre así y que rebelarse era patear contra el clavo?


II

Como casi todos los pobres de estas tierras nuestras en que la Pobreza manda más que la Providencia, Panta, desde niño, se había avezado con delicadeza a toda clase de trabajos brutos:

campeador en el cerro, labrador en tierras ajenas, hacheador en el monte, obrero de zafra o de mina -porque el necesitado, ya se sabe, se ve forzado a cambiar de sitio como la luz mala-.

He conocido, aquí y allá, trabajadores de gran baquía y aguante, pero nunca uno en quien la fuerza y la certería fuesen como el pulgar y el índice, si no es Panta. Y parecía que todo lo hacía no sólo sin esfuerzo, sino por pasar el rato. No es mucho, pues, que el verlo trabajar tuviese algo de fiesta, fuese un regalo para la vista y el ánimo, como lo es para el oído una guitarra en buenas manos. Verlo tumbar solito un toro, por ejemplo, para caparlo o curarlo, atándolo del primer tronco o poste a mano con una punta del lazo y con la otra enredándole el lomo y las patas y tirando hacia atrás, sin violencia, hasta que el animal se acostara como por su propio gusto. Lo he visto dar el primer riego a un trigal en invierno (cuando el agua suele escarcharse donde se remansa un poco) durante dos días y una noche él solo y sin más pausa que la precisa para cocer el mate o chamuscar el churrasco. Cosa más seria aún era ponderar la seguridad y resistencia de su muñeca en las faenas de la zafra y sobre todo en las de un desmonte.

Panta, de una ojeada a un laurel o un chalchal, parecía adivinarle la disposición exacta de los raigones ocultos y ya estaba meneándoles pala y pico, sin apuro y sin demora, para descubrirlos, y no tardaba en llegar el eco del primer hachazo. Cuando las raíces trazadas formaban ya una parva de leña y el socavón tragaba su cuerpo, Panta sabía bien cuál era el último raigón cuyo corte iba a decidir la caída del gigante y sobre qué costado se volcaría. Si se trataba de acostar un árbol mutilando su tronco a flor de tierra, Panta parecía tomar la fajina como un contrapunto entre dos payadores de mentas. Se lo veía darle al hacha, gobernándola mano a mano con la derecha y con la zurda, durante un tirón que hubiera reventado a cualquier otro, y eso sin acortar el resuello ni dar señales de calambre en los dedos, y sin que cada hachazo no cayese en el lugar justo, sin fallar ni en el grosor de un pelo -todo de modo tan limpio que el corte en redondel iba adelgazándose hacia abajo como un trompo, hasta terminar en púa…-.

Los demás hacheadores solían pararse a mirar. Cuando caía el árbol, Panta, resollando como parejero recién descinchado, sonreía mientras se sacaba con una mano de canto el sudor de la frente. Calmado al fin, encendía un cigarrillo, y arrastrando los pies y con alguna broma al caso, para quitar toda importancia a la cosa, se arrimaba a dar una manita al compañero más atrasado en una tarea. Así fue como ocurrió el percance que le costó dos meses de enfermería y de jornales perdidos: por salvar a un hacheador de ser aplastado por un cedro se dejó apretar él por la punta de las ramas.

Sin duda huelga agregar que Panta (que cumplía con devoción todo compromiso, que se empleaba a fondo en cualquier trabajo, aun el acérrimo, sin protestas ni rezongas, y aun al parecer, complacido), Panta, digo, era el obrero de más crédito cualquiera fuese la laya de patrón que le tocase.

Qué más se querían ellos, que de juro se dirían en sus adentros: ¡ojalá todo peón le pisara el rastro a éste!

Pero no se me quiera entender mal. Panta jamás buscaba acomodo, ni lo vi galopar al costado de nadie, ni tenerle el estribo a nadie, por muy don que fuese.

III

Se estará medio adivinando ya que Panta no llevaba la marca de los calaveras, los chupadores o los mujeriegos. Sí, pero parece tributo exigido por el diablo el que no haya hombre sin alguna falla y Panta tenía una y no chica: la del juego. Y yo era el primero en lamentarlo sin más que basarme en el hecho de que como jugador nunca pasó de recluta. Aunque soy el menos dado a meterme donde no me llaman, a Panta solía cargarle la romana en esta debilidad suya. Convénzase, amigo -comenzaba-, que quien pone su confianza en su trabajo no debe ponerla jamás en la suerte, porque ésta es hembra y tiene que sentir celos y castigar al ingrato. Por otra parte -agregaba-, si sacamos bien las cuentas, ¿qué quiere hacer un sujeto como Ud. o como yo, con las manos embrutecidas de callos, frente a un jugador de respeto, que le huye al trabajo como a la tiña y suele tener unas manos tan suaves como las de un vendedor de sedas, y dedos que deletrean el naipe con sólo tantearle el lomo, o con nada más que acariciar la taba le enseñan las vueltas justas que ha de dar en el aire para caer sonriendo a la suerte…? ¡Y no hablemos si nos topamos con un tahúr, de alma más hueca y dañosa que el colmillo de la víbora!

Pero todo era inútil. Daban ganas de llorar o de tratarlo como a un niñito que juega con un arma cargada cuando uno veía a Panta perder en un rato de carpeta o en unos cuantos tumbos de taba todo o casi todo el haber juntado en dos o tres meses de esa fajina suya que valía por dos.

¿Por qué hacía eso? A veces, para pensar mejor, se me ocurría creer que Panta tentaba a la suerte buscando liberarse alguna vez de la cruz negrera.

Y tal vez yo tenía un poco la culpa con mi refrán preferido: “Las manos de uno no sacan de pobre sino el trabajo de los otros”. Aunque hablo sólo por hablar, pues en lo atinente a la plata y al modo de ganarla, con Panta nunca emparejamos nuestros pareceres. Mejor dicho, él creía, como todos los resignados, que pretender cambiar un poco el mundo es escupir contra el viento.

Cuando en algún estrecho huelgo de la vida jornalera yo estiraba demasiado el silencio, como me ocurre a veces, Panta solía chumbarme: ¡Pero diga algo amigo! Se está ahí como santo al que le pasó el día…

Yo no desperdiciaba la ocasión de recomenzar mi retintín, aunque no era de cencerro sino de hierro golpeado. “Muchas tajadas tiene el melón, pero al pobre sólo le tocan las cáscaras”.

“Unos nacen para chapalear sobre el propio sudor y otros para hamacarse en la vida como achira en remanso”.

“El gobierno y las leyes y lo demás, son de ellos… y curándose el maldeojo cualquiera lo ve”. Y así, dale que dale con esas cosas que a mí -vaya a saber por qué- me duelen más que a los otros. (Si no fuera por la vergüenza confesaría que a veces me cuesta sujetar el llanto, como si yo estuviera en deuda con todos los aporreados por el hambre y la injusticia, como si llevara adentro la pena del mundo.) ¿Y Panta? Remendando algo, o afilando una herramienta, mudo o silbando bajito.

-¡Pero, amigo, responda algo! ¿O vende ahora las palabras?

-¿Yo…? -contestaba al fin con una sonrisa que a mí me parecía de una pena muy honda, como de novia que se pisotea el corazón antes de decir el sí que le arrancan.

-¡Qué voy a decir! Que las cosas vienen así desde atrás y no seremos nosotros quienes podamos mudarlas…

-¡O nosotros o nadie, compañero! -saltaba yo, porque eso venía a pegarme en la matadura.

Y la cosa terminaba casi siempre ahí, por acuerdo mudo de ambos lados, pues adivinábamos que de seguirla no haríamos más que amargarnos uno al otro.

IV

Y un día nos separamos, porque el pobre debe acudir aquí o allá, es decir, donde está el que alquila su trabajo. Alguna vez, contestando a unos garabatos míos, me contó que trabajaba en un camino que cruzaba un cerro, con un buen jornal y no lejos de su pago. Otro día un compañero me dio pormenores. Panta era capataz de cuadrilla, pero al revés de lo que suele ocurrir con los capataces de cualquier obra, que miran desde lejos a sus subordinados, Panta (que ponía el hombro, antes que nadie, a las tareas más crudas o riesgosas, que afilaba las herramientas y cargaba los tiros de dinamita, no siendo ésas obligaciones suyas, que paliaba o enmendaba las faltas ajenas, y todavía los domingos recortaba el pelo o afeitaba gratis a cuantos tenían ese antojo, siempre con esa sonrisa que le salía desde adentro), Panta se había hecho el rey del corazón de sus compañeros.

Así, hasta que un día reventó como un caballo galopado más allá de lo que dan sus bofes, digo, le falló el corazón, según parece de resultas de una mala fuerza hecha al voltear un peñasco. Y aquel león de la fuerza y el esfuerzo, forzado al descanso, se murió de pena y tan pobre, que yo, y otros no más pudientes que yo, debimos costear los gastos del velorio y hombreamos el ataúd, de tablas de cajón, hasta el cementerio.

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Luis Leopoldo Franco nació en Belén, Catamarca, un 15 de noviembre de 1898, era hijo de Luis Antonio Franco y de Balbina Acosta de Franco. Se destacó como alumno en el Colegio Nacional, y a la par satisfacía su curiosidad de vida y de mundo a través de los libros.

En 1918 ganó el Premio de Honor en el certamen literario Juegos Florales, presidido por Jaimes Freyre, con su Oda Primaveral. La prensa del país y la popular revista Caras y Caretas comentaron ese pintoresco episodio ya que, llegado el día en que se entregaban los premios y sin tener noticias del ignoto escritor, este se presentó, acompañado de un peón, habiendo viajado en lomo de mula durante dos días hasta la ciudad de Tucumán, para recibir la distinción. Hizo el servicio militar en Buenos Aires, durante el cual pasó gran parte del tiempo en el calabozo a causa de su temperamento. Inició la carrera de Derecho, la cual abandonó en el segundo año cuando advirtió "su escasísima fe en las verdades universitarias e intuyó su incompatibilidad total con la jurisprudencia".

En Buenos Aires trabajó en la Biblioteca Nacional del Maestro, empleo que, al decir de Franco, le proporcionaba «una situación muy modesta pero cómoda, con bastante tiempo libre». En Belén trabajó como labrador de una finca donde combinaba el cultivo de cereales y pastos con el de la vid. Ahí hacía de patrón, capataz y peón a la vez; de herrero, carpintero y talabartero cuando era necesario. Durante décadas trabajó la tierra, desmontando, nivelando y cultivando alfalfa, vid y conformando una granja. Sufrió varias veces la cárcel por defender el agua de riego, respaldando a los labriegos y por ser considerado enemigo del gobierno y de la sociedad.

Murió un 1 de junio de 1988, en soledad y pobreza, y próximo a cumplir sus 90 años, en un asilo de ancianos de Ciudadela, donde transcurrió sus últimos años.


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