Historia
Como venimos contando en H desde hace tiempo, Rusia y Latinoamérica tienen historias comunes en un doble aspecto: por un lado, en el siglo XX, la URSS ha estado presente en la región, sobre todo en Cuba, en el marco de la Guerra Fría y la lucha por un mundo más justo, contra los intereses imperialistas y dictatoriales norteamericanos; por otro lado, luego de la caída la Unión Soviética, Rusia comenzó a transitar el camino de los países azotados por el neoliberalismo, con devaluaciones gigantescas de su moneda, crecimiento de la pobreza, retiro del Estado, endeudamiento, un camino conocido por todos nosotros. Los años 1990 representaron una historia común a muchos países del tercer mundo, Rusia y Latinoamérica empezaban a mirarse como en un espejo.
Hay también otras historias compartidas en la salida de ese mundo neoliberal, características semejantes en el modo de reconstruirse que deberían ser, para nosotros latinoamericanos, una fuente de problematización: el nuevo Estado, el cuestionamiento implícito a la democracia multipartidista, la oposición política desmembrada por sus propias miserias (Bolivia, Venezuela, por ejemplo), la defensa de la soberanía sobre los recursos naturales, el papel explícitamente político de los medios de comunicación (oficiales y opositores), etc.
Estos caminos comunes se encontraron, finalmente, a partir de la llegada al gobierno de Vladimir Putin en 2000, que coincidió, sorpresivamente, con el período de los gobiernos progresistas, y en algunos casos, revolucionarios, de nuestra región. Comenzaba la vuelta de Rusia a nuestro continente, o, como prefiere Vladimir Rouvinski, “la nueva política” rusa en Latinoamérica (2020: 4). La necesidad histórica de este encuentro ya había sido anunciada por Yevgueni Primakov, diplomático, ex Primer Ministro y, de algún modo, mentor de Putin, en su gira del año 1997 cuando afirmó que las relaciones entre Rusia y Latinoamérica “tenían potencial”. En esa misma gira, el diplomático había definido a nuestra región como el “otro Occidente”, lo que significaba separarnos del dominio norteamericano y reconocernos en esa historia en común con Rusia.
Los sucesivos gobiernos de Vladimir Putin se encargaron de construir un vínculo en esta línea. En el año 2002 el presidente de Brasil Fernando Henrique Cardoso visitó Rusia, y en el 2003 lo hizo el presidente Luiz Inácio Lula da Silva y representantes del Grupo de Río. Comenzaba, así, a tejerse el suelo común, tímido tal vez, pero “con potencial”, que llevaría a la gira del 2008 del Presidente Dimitry Medvedev por Perú, Brasil, Venezuela y Cuba como el inicio, en su palabras, “de un diálogo a gran escala” con la región.
Economía y Política
Aunque Latinoamérica no representa para Rusia un aliado importante para su economía, la rotación comercial entre ambas regiones se incrementó de 7 mil millones en 2006 a unos 16 mil millones en 2012. Las economías de Rusia y Latinoamérica tienen la ventaja de no competir, más bien, se complementan, aunque no sin fricciones. Muchos especialistas coinciden en que el vínculo económico sigue siendo muy pobre, limitado a intercambios comerciales de armas, productos químicos y de ingeniería mecánica, sin demasiada proyección a largo plazo. Por esta razón, como opinan Victor Kheifect y Oxana Katysheva (2016: 9), Rusia debería seguir los pasos de China y sortear el problema de la distancia y, por ello, del costo del transporte comercial. Si nosotros tenemos algo que aprender de la experiencia rusa, Rusia lo deberá hacer de China.
Según nuestro entender, lo que le dará proyección al vínculo económico será, qué duda cabe, el vínculo político, y Rusia así lo entendió, por ejemplo, cuando Putin decidió condonar un 90% de la deuda que Cuba tenía con URSS. El largo “plazo económico” debe buscarse en el largo “plazo político”, y, sin dudas, es el sector energético el que tiene la potencia de dicha fusión entre ambos proyectos. El caso de Venezuela y el petróleo es paradigmático al respecto, así como el de Bolivia y el litio, si el país logra reestablecer la democracia y terminar con el gobierno de facto actual. En ambos casos, las alianzas económicas con Rusia no se entienden sin las alianzas políticas que disputan la hegemonía Occidental euro-norteamericana. Como resulta evidente, la relación con Rusia se define por una proyección distinta, es decir, una búsqueda de otro futuro, basado en una manera de entender la política y la economía distinta a la estrictamente liberal. Como sostuvo Primakov, lo que está en juego es la construcción de “otro Occidente”, tanto para nuestra región como para la euroasiática (Rusia-China).
El otro Occidente
Para entender las relaciones entre Latinoamérica y Rusia debemos mirar a la citada hegemonía euro-norteamericana, porque el futuro de ambas regiones se define por el posicionamiento que se adopte. En este sentido, otro punto que comparten Rusia y la Latinoamérica que muchos defendemos, es la misma desilusión ante las recetas de Occidente. Luego de los 1990, Rusia fue tratada como la perdedora de la Guerra Fría y enviada al mundo de los países con una soberanía política y económica limitada. Los 2000 representaron, para Rusia y para nosotros, una toma de conciencia expresada en cierta desilusión ante Occidente, no fue casualidad la llegada simultánea de Putin y los gobiernos progresistas en Argentina, Brasil, Venezuela, Bolivia, Ecuador. Rusia, como sostiene Davydov, “se reorientó” (2010: 6), del mismo modo en que lo hicimos muchos de nosotros en la región.
En 2013, Putin firmó el documento “Concepto de la política exterior de la Federación Rusa” en el que se proyectaba la tendencia política del país hasta 2018. Este documento representó un cambio respecto a los anteriores, de 2000 y 2008, porque buscaba profundizar los vínculos con Latinoamérica, algo que finalmente se concretó.
¿Por qué Rusia ha empezado a cambiar una vieja política económica basada en el “extranjero cercano” para abrirse también al “extranjero lejano”? Los beneficios mutuos son tanto políticos como económicos. El caso Venezuela representa el espíritu de la nueva política rusa: para el país caribeño, el vínculo comercial entre Pdvsa y Rosneft, primero, y la empresa rusa Roszarubezhneft luego, supone un beneficio económico y político igual al de Rusia, porque ambos países disputan en esa alianza la misma hegemonía norteamericana, tanto en Latinoamérica como en la región del Mar Negro, donde EEUU quiere disputarle el poder a Rusia sobre Ucrania y Crimea, así como terminar con el gobierno del presidente Nicolás Maduro.
En este sentido, la proyección rusa sobre la región está basada en una reciprocidad construida de alianzas económicas y políticas, unas fortaleciendo a las otras. Para el país euroasiático, la expansión económica se inscribe, como afirma Haluani, en sus “proyectos geopolíticos” (2013: 100), y así debería ser para nosotros también. El “otro Occidente” se construye con soberanía energética, política y económica de bloques geopolíticos que trascienden lo meramente geográfico y que se basan, principalmente, en un beneficio recíproco, muy diferente de las intervenciones desiguales, y por ello imperialistas, que Occidente suele establecer con nuestra región.
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