No hay persona que escriba para el público que no haya tenido alguna vez una visión maravillosa. Yo he gozado por dos veces de este don. Yo vi una vez un dinosaurio, y recibí otra vez la visita de una mujer de seis mil años. Las palabras que me dirigió, después de pasar una noche entera conmigo, constituyen el tema de esta historia.
Su voz llegóme no sé de dónde, por vía radioestelar, sin duda, pero la percibí por vulgar teléfono, tras insistentes llamadas a altas horas de la noche. He aquí lo que hablamos:
–¡Hola! –comencé.
–¡Por fin! –respondió una voz ligeramente burlona, y evidentemente de mujer–. Ya era tiempo…
–¿Con quién hablo? –insistí.
–Con una señora. Debía bastarle esto…
–Enterado. ¿Pero qué señora?
–¿Quiere usted saber mi nombre?
–Precisamente.
–Usted no me conoce.
–Estoy seguro.
–Soy Eva.
Por un momento me detuve.
–¡Hola! –repetí.
–¡Sí, señor!
–¿Habla Eva?
–La misma.
–Eva… ¿Nuestra abuela?
–¡Sí, señor, Eva sí!
Entonces me rasqué la cabeza. La voz que me hablaba era la de una persona muy joven, con un timbre dulcísimamente salvaje.
–¡Hola! –repetí por tercera vez.
–¡Sí!
–Y esa voz… fresca… ¿es suya?
–¡Por supuesto!
–¿Y lo demás?
–¿Qué cosa?
– El cuerpo…
–¿Qué tiene el cuerpo?
Bien se comprende mi titubeo; no demuestra sobrado ingenio el recordarle su cuerpo a una dama anterior al diluvio. Sin embargo:
–Su cuerpo… ¿fresco también?
–¡Oh, no! ¿Cómo quiere usted que se parezca al de esas señoritas de ahora que le gustan a usted tanto?
Debo advertir aquí que esa misma noche, en una reunión mundana, yo me había erigido en campeón del sentimiento artístico de la mujer. Con un calor poco habitual en mí, había sostenido que el arte en el hombre, totalmente estacionado después de recorrer cuatro o cinco etapas alternativas e iguales en suma, había proseguido su marcha ascendente de emociones en la mujer. Que en su indumentaria, en sus vestidos, en el corte de sus trajes, en el color de las telas, en la sutilísima riqueza de sus adornos, debía verse, vital y eterno, el sentimiento del arte.
Esto había dicho yo. ¿Pero cómo lo sabía ella?
–Lo sé –me respondió–, porque todos ustedes piensan lo mismo. Igual pensaba Adán.
–Pero creo entender –repuse– que en el paraíso no había más mujer que usted…
–¿Y usted qué sabe?
Cierto; yo nada sabía. Y ella parecía muy segura. Así es que cambié de tono.
–Quisiera verla… –dije.
–¿A quién?
–A usted.
–¿A mí?
–Sí.
–¡Ah!, es usted también curioso… Le voy a causar horror.
–Aunque me lo cause…
–Es que… (Y aquí una larga pausa)… no estoy vestida. ¿Comprende usted? En el fondo del espacio donde me hallo… Y además, soy demasiado vieja para no infundir horror.. aun a usted. Puedo sin embargo vestirme, si usted me proporciona ropas, con una condición…
–¡Todas!
–Oh, muy pocas… Que me lleve con usted a ver señoras bien vestidas… como se visten ahora. ¡Oh, condescienda usted!… Hace miles de años que tengo este deseo, pero nunca como… desde anoche. Antes nos preocupábanos muy poco del vestido… Ahora ha llegado la mujer al límite en el sentimiento del arte.
Mis propias palabras, como se ve.
–Desde ese oscuro fondo del tiempo y del espacio –argüí–, ¿cómo?
–La serpiente de Adán, señor mío…
–¿De Adán? No, señora; suya.
–No, de Adán. De las mujeres son yararás que usted conoce, y una que otra serpiente de cascabel…
–Crotalus terrificus– observé.
–Eso es. Pero no son las víboras, sino el maravilloso vestido de la mujer de ahora lo que deseo ver. No puedo imaginarme qué puede ser ese arte sutil que enloquece a las personas como usted.
Por segunda o tercera vez la ilustre anciana la emprendía conmigo. ¿Qué hacer? Yo podía proporcionar a mi interlocutora las ropas que esperaba de mí, y podía también proseguir la aventura que llegaba hasta mí desde el fondo de la eternidad, a través de un trivial teléfono.
Fue lo que hice. Coloqué a su pedido las ropas tras el biombo de la chimenea, y bruscamente surgió ella ante mí, envuelta hasta los pies en negro manto. Llevaba antifaz con encaje, y en las manos guantes negros. Yo podía haber presentido, de fijar un instante más los ojos en su silueta, lo que había en realidad de esquelético en aquella fosca aparición. No lo hice, y procedí mal.
Sin ver, pues, más que aquella decrépita figura, terriblemente arrepentido de mi condescendencia, salimos del escritorio, y media hora más tarde llegábamos a una casa de mi relación, cuyas tres hermosísimas chicas reunían esa noche a unos cuantos amigos.
Lo que fue toda esa sesión: mi presencia en compañía de una ilustre anciana que por razones de estado deseaba conservar el incógnito; la burlesca estupefacción de las chicas que charlaban sin perder de vista al fenómeno; los esfuerzos míos para alejar de la situación un ridículo inexorable, las sonrisitas cruzadas de las damas ojeándonos sin cesar a la momia y a mí, toda esa interminable noche fue mucho más larga de sufrir que de contar.
Regresamos a casa sin haber cambiado una palabra, ni en el auto ni en los instantes en que dejé el sobretodo sobre una silla, y el sombrero no sé dónde. Pero cuando me hube sentado de costado al fuego, sin mirar otra cosa que el hogar de la chimenea y disgustado hasta el fondo de mi alma, la dama, de pie, tomó entonces la palabra.
–Yo me voy, señor –me dijo–. Ni por mi situación ni por mi edad estoy en estado de permanecer más en su compañía. Por grata que me sea, pues no soy desagradecida. He visto lo que deseaba, y me vuelvo. Pero antes de partir deseo que usted oiga algunas palabras.
“Ustedes, los hombres, se han hartado de proclamar que la coquetería es patrimonio de las hijas de Eva, –culpa mía, si usted quiere– y que el mundo marcha mal desde que la primera mujer coqueteó con la serpiente… Yo podría aclarar este concepto, pero no quiero volver sobre una historia demasiado vieja … aun para mí. Puedo decir, no obstante, que el adorno, la coquetería en la mujer, era una cosa muy sencilla, pues no teníamos para coquetear más que la cabellera. Después hubo otras muchas cosas… Pero a pesar de nuestra orfandad al respecto, algo pude hacer con mis diecisiete años… Usted debe saberlo por la Biblia.
“Pues bien: desde mucho tiempo atrás yo quería reencarnar en la vida contemporánea; mas era indispensable para ello, que viera cómo se visten las mujeres de ahora.
“¿Qué podía hacer yo, con mi pobre coquetería del Paraíso, con mis escasos adornos de muchacha anterior al diluvio? Por esto, y desesperanzada ya de reencarnar por largo tiempo con una nueva vida, he tomado la determinación de hacerlo por unas breves horas, y he elegido las horas pasadas para ponerme en contacto con el escritor que me escucha… y con las señoritas que gustan a ese escritor.
“Por lo poco que he visto, el mundo de ustedes ha progresado inmensamente en seis mil años, y hay ahora cosas admirables. Lo que no hay, óigame usted bien, es progreso en el adorno de la mujer. Ustedes lo creen así, porque dichos adornos cuestan dinero. En mi época, una chica estaba bien vestida cuando, a más de ser bella, llevaba en los cabellos flores o plumas de garza, tapados de pieles sobre los hombros, sartas de perlas en el cuello, y un abanico de grandes plumas en la diestra.
“Hoy, señor enamorado, después de seis mil años de febril progreso, de incalculables esfuerzos de la inteligencia y del arte, de sutiles refinamientos estéticos, hoy las mujeres bien vestidas llevan, exactamente como en las edades salvajes, plumas en la cabeza, pieles en los hombros, piedras en el cuello, flores en la cabeza y grandes plumas en la mano.
“¿Dónde está el progreso, quiere usted decirme? ¿Qué ha inventado de nuevo la mujer actual? ¿En qué revela su decantado refinamiento de arte?
“¡Bah, señor! Ustedes se dejan engañar a sabiendas, con su devoción feminista; pero salvo uno que otro detalle, la dama original y elegante de hoy debe recurrir fatalmente para su adorno a los miserables elementos del oscuro mundo primitivo: las pieles, las plumas, las piedritas que brillan.
“Y no sólo no se ha conquistado nada, sino que se ha rebajado el valor de tales adornos. El valor de una piel sedosa está en la fatiga que ha costado el obtenerla. El amante primitivo que a costa de su sangre conquistó al animal mismo, la piel para adornar con ella a su amada, consagró con ese precio el alto valor del adorno. Es bella la piel en los hombros de una muchacha porque el hombre que la amaba se desangró por conseguírsela. Este es su valor, como el de una obra de arte cualquiera, que para ser tal debe dejar exhausto un corazón.
“Hoy no es la muchacha más amada la que le luce la piel, sino aquella cuyo padre tiene más dinero. Y volveré a la nada en que he dormido seis mil años, sin comprender cómo las amigas de usted, y las otras y todas las mujeres de hoy, sienten tanto orgullo de lucir una piel que no ha conquistado el varón que aman, sino que han debido pagar muy caro al peletero; y sin comprender tampoco cómo ustedes los hombres no se mueren de vergüenza cuando se sienten orgullosos de ver a sus novias lucir un adorno que ustedes mismos han sido incapaces de obtener, y por el que otro hombre, también joven y buen mozo como ustedes dio todo su valor y su sangre en una cacería salvaje.
“Sólo esto quería decirle. Ahora, señor, me vuelvo. Le he sido a usted demasiado cargosa con mi ancianidad y mis tonterías para que no conserve usted de mí ni el recuerdo…”
Permanecí impasible, sin apartar los ojos del fuego.
–¿Quiere usted, sin embargo, guardar un vago recuerdo mío? Lo autorizaría a usted a sacarme una fotografía…
Dijo; y sin hacerme rogar de nuevo, pues deseaba concluir de una vez con aquel atroz absurdo, me levanté, también sin mirar a la dama, volví con la máquina, y a toda prisa apreté el obturador.
¡Por fin! Eché una mirada salvadora al biombo que debía ocultarla de nuevo.
–¡Oh, esta vez no hay necesidad! –murmuró ella–. Con que cierre usted un instante los ojos, basta…
¡Los cerré con rabia, y cuando los abrí no había ya nadie allí!
Aquí concluye la historia. Y lo que sigue no es sino un eterno remordimiento.
Al hallarme solo, me hallé también sin sueño por el resto de la noche.
Y mitad por distracción, mitad por curiosidad fotográfica, revelé la placa.
¡Oh! ¿Qué razón no ha concebido a Eva desnuda como el cielo, virgen y hermosísima en la primera alba del Edén?
No una decrépita momia envuelta en negro: una criatura de diecisiete años, indescriptiblemente pura y curiosa, era lo que revelaba la fotografía. Y yo no había sabido verlo.
Al día siguiente, a las mismas altas horas de la noche, el teléfono sonó.
Era ella.
Cuanto alcanza un hombre a expresar de remordimiento, lo expresé en mi largo discurso.
–¡Vuelva! –supliqué por toda conclusión.
–No puedo –repuso ella. Y más burlonamente aún–: Estoy desnuda…
–Yo cazaré tigres para usted…
–¿Usted, cazar tigres?… Usted es un cazador de historietas y no siempre verosímiles… Pero le estoy muy agradecida, sin embargo. Y si alguna vez vuelvo…
La voz se cortó. No oí más. Ni al día siguiente, ni después, nunca.
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Horacio Quiroga nació en Salto, Uruguay, el 31 de diciembre de 1879, y murió en Buenos Aires el 19 de febrero de 1937. Después de la publicación de su primer libro, en versos, Los arrecifes de coral (1901), se trasladó seguidamente de manera definitiva a la Argentina, donde transcurrió el resto de su vida.
Durante su época universitaria pasaba tiempo en un taller, allí un joven lo interesó por la filosofía, también trabajó en los diarios La Revista y La Reforma. Esta experiencia lo ayudó a pulir su estilo y obtener reconocimiento. Hasta 1897 escribió veintidós poemas, los cuales aún se mantienen conservados.
Su vida estuvo presidida por la tragedia: La muerte accidental de su padre, a quien se le escapó un tiro de escopeta mientras descendía de un bote, la cual transcurre cuando Quiroga tenía sólo 2 meses; la pérdida de dos hermanas, Pastora y Prudencia, que murieron de fiebre tifoidea en el Chaco argentino; el suicidio de su padrastro, Ascencio Barcos, delante suyo luego de sufrir una terrible parálisis cerebral; tras seis años de matrimonio, Ana María Cirés (su primera esposa, con la cual se casa en el año 1910, luego de haber vencido la dura oposición de la familia Cirés) agoniza ocho días después de haberse envenenado; también su hija Eglé, nacida en Misiones, en el año 1911, se quitaría la vida un año después de su muerte (1937); y Darío Quiroga, su hijo, se mataría en 1952. Asimismo, María Elena Bravo, su segunda esposa y la única adolescente que lo amó si sortear oposiciones familiares (era 30 años menor que el escritor, y amiga de su hija Eglé), lo abandonó en medio de su selva, después de seis años de matrimonio, llevándose a “Pitoca”, la pequeña hija de amboa.
En 1936 debió internarse en el Hospital de Clínicas por un dolor en el estómago. Cinco meses después, un médico le dijo que tenía cáncer. Quiroga no dijo ni una palabra. Salió a dar una vuelta por la ciudad y esa misma medianoche se suicidó con cianuro.
Aunque su primer libro fue una selección de poemas (Los arrecifes de coral, 1901), Quiroga es, sobre todo, un narrador: En 1904 aparece El crimen del otro y en 1908 aparece su primera novela, Historia de un amor turbio; dos años después, la segunda Pasado amor. Sus cuentos, que fueron apareciendo en diarios y revistas, empezaron a reunirse en libros: Cuentos de Amor, de Locura y de Muerte (1917), cuentos escritos entre 1910 y 1916 en Misiones; El Salvaje en 1920, Cuentos de la Selva en 1921, Anaconda en 1923, Los Desterrados en 1926, El Desierto en 1924 y Más Allá en 1934 —su último libro.
Fue un cuentista que a lo largo de su vida se sintió atraído por escribir sobre la naturaleza y el amor. Sin embargo, estas historias evidenciaban su vida llena de tragedias.
No hay persona que escriba para el público que no haya tenido alguna vez una visión maravillosa. Yo he gozado por dos veces de este don. Yo vi una vez un dinosaurio, y recibí otra vez la visita de una mujer de seis mil años. Las palabras que me dirigió, después de pasar una noche entera conmigo, constituyen el tema de esta historia. Su voz llegóme no sé de dónde, por vía radioestelar, sin duda, pero la percibí por vulgar teléfono, tras insistentes llamadas a altas horas de la noche. He aquí lo que hablamos: –¡Hola! –comencé. –¡Por fin! –respondió una voz ligeramente burlona, y evidentemente de mujer–. Ya era tiempo… –¿Con quién hablo? –insistí. –Con una señora. Debía bastarle esto… –Enterado. ¿Pero qué señora? –¿Quiere usted saber mi nombre? –Precisamente. –Usted no me conoce. –Estoy seguro. –Soy Eva. Por un momento me detuve. –¡Hola! –repetí. –¡Sí, señor! –¿Habla Eva? –La misma. –Eva… ¿Nuestra abuela? –¡Sí, señor, Eva sí! Entonces me rasqué la cabeza. La voz que me hablaba era la de una persona muy joven, con un timbre dulcísimamente salvaje. –¡Hola! –repetí por tercera vez. –¡Sí! –Y esa voz… fresca… ¿es suya? –¡Por supuesto! –¿Y lo demás? –¿Qué cosa? – El cuerpo… –¿Qué tiene el cuerpo? Bien se comprende mi titubeo; no demuestra sobrado ingenio el recordarle su cuerpo a una dama anterior al diluvio. Sin embargo: –Su cuerpo… ¿fresco también? –¡Oh, no! ¿Cómo quiere usted que se parezca al de esas señoritas de ahora que le gustan a usted tanto? Debo advertir aquí que esa misma noche, en una reunión mundana, yo me había erigido en campeón del sentimiento artístico de la mujer. Con un calor poco habitual en mí, había sostenido que el arte en el hombre, totalmente estacionado después de recorrer cuatro o cinco etapas alternativas e iguales en suma, había proseguido su marcha ascendente de emociones en la mujer. Que en su indumentaria, en sus vestidos, en el corte de sus trajes, en el color de las telas, en la sutilísima riqueza de sus adornos, debía verse, vital y eterno, el sentimiento del arte. Esto había dicho yo. ¿Pero cómo lo sabía ella? –Lo sé –me respondió–, porque todos ustedes piensan lo mismo. Igual pensaba Adán. –Pero creo entender –repuse– que en el paraíso no había más mujer que usted… –¿Y usted qué sabe? Cierto; yo nada sabía. Y ella parecía muy segura. Así es que cambié de tono. –Quisiera verla… –dije. –¿A quién? –A usted. –¿A mí? –Sí. –¡Ah!, es usted también curioso… Le voy a causar horror. –Aunque me lo cause… –Es que… (Y aquí una larga pausa)… no estoy vestida. ¿Comprende usted? En el fondo del espacio donde me hallo… Y además, soy demasiado vieja para no infundir horror.. aun a usted. Puedo sin embargo vestirme, si usted me proporciona ropas, con una condición… –¡Todas! –Oh, muy pocas… Que me lleve con usted a ver señoras bien vestidas… como se visten ahora. ¡Oh, condescienda usted!… Hace miles de años que tengo este deseo, pero nunca como… desde anoche. Antes nos preocupábanos muy poco del vestido… Ahora ha llegado la mujer al límite en el sentimiento del arte. Mis propias palabras, como se ve. –Desde ese oscuro fondo del tiempo y del espacio –argüí–, ¿cómo? –La serpiente de Adán, señor mío… –¿De Adán? No, señora; suya. –No, de Adán. De las mujeres son yararás que usted conoce, y una que otra serpiente de cascabel… –Crotalus terrificus– observé. –Eso es. Pero no son las víboras, sino el maravilloso vestido de la mujer de ahora lo que deseo ver. No puedo imaginarme qué puede ser ese arte sutil que enloquece a las personas como usted. Por segunda o tercera vez la ilustre anciana la emprendía conmigo. ¿Qué hacer? Yo podía proporcionar a mi interlocutora las ropas que esperaba de mí, y podía también proseguir la aventura que llegaba hasta mí desde el fondo de la eternidad, a través de un trivial teléfono. Fue lo que hice. Coloqué a su pedido las ropas tras el biombo de la chimenea, y bruscamente surgió ella ante mí, envuelta hasta los pies en negro manto. Llevaba antifaz con encaje, y en las manos guantes negros. Yo podía haber presentido, de fijar un instante más los ojos en su silueta, lo que había en realidad de esquelético en aquella fosca aparición. No lo hice, y procedí mal. Sin ver, pues, más que aquella decrépita figura, terriblemente arrepentido de mi condescendencia, salimos del escritorio, y media hora más tarde llegábamos a una casa de mi relación, cuyas tres hermosísimas chicas reunían esa noche a unos cuantos amigos. Lo que fue toda esa sesión: mi presencia en compañía de una ilustre anciana que por razones de estado deseaba conservar el incógnito; la burlesca estupefacción de las chicas que charlaban sin perder de vista al fenómeno; los esfuerzos míos para alejar de la situación un ridículo inexorable, las sonrisitas cruzadas de las damas ojeándonos sin cesar a la momia y a mí, toda esa interminable noche fue mucho más larga de sufrir que de contar. Regresamos a casa sin haber cambiado una palabra, ni en el auto ni en los instantes en que dejé el sobretodo sobre una silla, y el sombrero no sé dónde. Pero cuando me hube sentado de costado al fuego, sin mirar otra cosa que el hogar de la chimenea y disgustado hasta el fondo de mi alma, la dama, de pie, tomó entonces la palabra. –Yo me voy, señor –me dijo–. Ni por mi situación ni por mi edad estoy en estado de permanecer más en su compañía. Por grata que me sea, pues no soy desagradecida. He visto lo que deseaba, y me vuelvo. Pero antes de partir deseo que usted oiga algunas palabras. “Ustedes, los hombres, se han hartado de proclamar que la coquetería es patrimonio de las hijas de Eva, –culpa mía, si usted quiere– y que el mundo marcha mal desde que la primera mujer coqueteó con la serpiente… Yo podría aclarar este concepto, pero no quiero volver sobre una historia demasiado vieja … aun para mí. Puedo decir, no obstante, que el adorno, la coquetería en la mujer, era una cosa muy sencilla, pues no teníamos para coquetear más que la cabellera. Después hubo otras muchas cosas… Pero a pesar de nuestra orfandad al respecto, algo pude hacer con mis diecisiete años… Usted debe saberlo por la Biblia. “Pues bien: desde mucho tiempo atrás yo quería reencarnar en la vida contemporánea; mas era indispensable para ello, que viera cómo se visten las mujeres de ahora. “¿Qué podía hacer yo, con mi pobre coquetería del Paraíso, con mis escasos adornos de muchacha anterior al diluvio? Por esto, y desesperanzada ya de reencarnar por largo tiempo con una nueva vida, he tomado la determinación de hacerlo por unas breves horas, y he elegido las horas pasadas para ponerme en contacto con el escritor que me escucha… y con las señoritas que gustan a ese escritor. “Por lo poco que he visto, el mundo de ustedes ha progresado inmensamente en seis mil años, y hay ahora cosas admirables. Lo que no hay, óigame usted bien, es progreso en el adorno de la mujer. Ustedes lo creen así, porque dichos adornos cuestan dinero. En mi época, una chica estaba bien vestida cuando, a más de ser bella, llevaba en los cabellos flores o plumas de garza, tapados de pieles sobre los hombros, sartas de perlas en el cuello, y un abanico de grandes plumas en la diestra. “Hoy, señor enamorado, después de seis mil años de febril progreso, de incalculables esfuerzos de la inteligencia y del arte, de sutiles refinamientos estéticos, hoy las mujeres bien vestidas llevan, exactamente como en las edades salvajes, plumas en la cabeza, pieles en los hombros, piedras en el cuello, flores en la cabeza y grandes plumas en la mano. “¿Dónde está el progreso, quiere usted decirme? ¿Qué ha inventado de nuevo la mujer actual? ¿En qué revela su decantado refinamiento de arte? “¡Bah, señor! Ustedes se dejan engañar a sabiendas, con su devoción feminista; pero salvo uno que otro detalle, la dama original y elegante de hoy debe recurrir fatalmente para su adorno a los miserables elementos del oscuro mundo primitivo: las pieles, las plumas, las piedritas que brillan. “Y no sólo no se ha conquistado nada, sino que se ha rebajado el valor de tales adornos. El valor de una piel sedosa está en la fatiga que ha costado el obtenerla. El amante primitivo que a costa de su sangre conquistó al animal mismo, la piel para adornar con ella a su amada, consagró con ese precio el alto valor del adorno. Es bella la piel en los hombros de una muchacha porque el hombre que la amaba se desangró por conseguírsela. Este es su valor, como el de una obra de arte cualquiera, que para ser tal debe dejar exhausto un corazón. “Hoy no es la muchacha más amada la que le luce la piel, sino aquella cuyo padre tiene más dinero. Y volveré a la nada en que he dormido seis mil años, sin comprender cómo las amigas de usted, y las otras y todas las mujeres de hoy, sienten tanto orgullo de lucir una piel que no ha conquistado el varón que aman, sino que han debido pagar muy caro al peletero; y sin comprender tampoco cómo ustedes los hombres no se mueren de vergüenza cuando se sienten orgullosos de ver a sus novias lucir un adorno que ustedes mismos han sido incapaces de obtener, y por el que otro hombre, también joven y buen mozo como ustedes dio todo su valor y su sangre en una cacería salvaje. “Sólo esto quería decirle. Ahora, señor, me vuelvo. Le he sido a usted demasiado cargosa con mi ancianidad y mis tonterías para que no conserve usted de mí ni el recuerdo…” Permanecí impasible, sin apartar los ojos del fuego. –¿Quiere usted, sin embargo, guardar un vago recuerdo mío? Lo autorizaría a usted a sacarme una fotografía… Dijo; y sin hacerme rogar de nuevo, pues deseaba concluir de una vez con aquel atroz absurdo, me levanté, también sin mirar a la dama, volví con la máquina, y a toda prisa apreté el obturador. ¡Por fin! Eché una mirada salvadora al biombo que debía ocultarla de nuevo. –¡Oh, esta vez no hay necesidad! –murmuró ella–. Con que cierre usted un instante los ojos, basta… ¡Los cerré con rabia, y cuando los abrí no había ya nadie allí! Aquí concluye la historia. Y lo que sigue no es sino un eterno remordimiento. Al hallarme solo, me hallé también sin sueño por el resto de la noche. Y mitad por distracción, mitad por curiosidad fotográfica, revelé la placa. ¡Oh! ¿Qué razón no ha concebido a Eva desnuda como el cielo, virgen y hermosísima en la primera alba del Edén? No una decrépita momia envuelta en negro: una criatura de diecisiete años, indescriptiblemente pura y curiosa, era lo que revelaba la fotografía. Y yo no había sabido verlo. Al día siguiente, a las mismas altas horas de la noche, el teléfono sonó. Era ella. Cuanto alcanza un hombre a expresar de remordimiento, lo expresé en mi largo discurso. –¡Vuelva! –supliqué por toda conclusión. –No puedo –repuso ella. Y más burlonamente aún–: Estoy desnuda… –Yo cazaré tigres para usted… –¿Usted, cazar tigres?… Usted es un cazador de historietas y no siempre verosímiles… Pero le estoy muy agradecida, sin embargo. Y si alguna vez vuelvo… La voz se cortó. No oí más. Ni al día siguiente, ni después, nunca. Durante su época universitaria pasaba tiempo en un taller, allí un joven lo interesó por la filosofía, también trabajó en los diarios La Revista y La Reforma. Esta experiencia lo ayudó a pulir su estilo y obtener reconocimiento. Hasta 1897 escribió veintidós poemas, los cuales aún se mantienen conservados. Su vida estuvo presidida por la tragedia: La muerte accidental de su padre, a quien se le escapó un tiro de escopeta mientras descendía de un bote, la cual transcurre cuando Quiroga tenía sólo 2 meses; la pérdida de dos hermanas, Pastora y Prudencia, que murieron de fiebre tifoidea en el Chaco argentino; el suicidio de su padrastro, Ascencio Barcos, delante suyo luego de sufrir una terrible parálisis cerebral; tras seis años de matrimonio, Ana María Cirés (su primera esposa, con la cual se casa en el año 1910, luego de haber vencido la dura oposición de la familia Cirés) agoniza ocho días después de haberse envenenado; también su hija Eglé, nacida en Misiones, en el año 1911, se quitaría la vida un año después de su muerte (1937); y Darío Quiroga, su hijo, se mataría en 1952. Asimismo, María Elena Bravo, su segunda esposa y la única adolescente que lo amó si sortear oposiciones familiares (era 30 años menor que el escritor, y amiga de su hija Eglé), lo abandonó en medio de su selva, después de seis años de matrimonio, llevándose a “Pitoca”, la pequeña hija de amboa. En 1936 debió internarse en el Hospital de Clínicas por un dolor en el estómago. Cinco meses después, un médico le dijo que tenía cáncer. Quiroga no dijo ni una palabra. Salió a dar una vuelta por la ciudad y esa misma medianoche se suicidó con cianuro. Fue un cuentista que a lo largo de su vida se sintió atraído por escribir sobre la naturaleza y el amor. Sin embargo, estas historias evidenciaban su vida llena de tragedias. |
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